domingo, 19 de enero de 2020
CAPITULO 87 (TERCERA HISTORIA)
—Gracias, pero no puedo ir —contestó ella—. Ramiro... —se detuvo.
Él gruñó.
—Siempre podrías decirle a tu novio... —comenzó Rocio.
—¡No! —exclamó Pedro, levantándose de un salto—. Ni se os pase por la cabeza. Anderson no está invitado. ¿Estáis locos? —se revolvió el pelo, frustrado.
Paula se puso en pie, asustada por su reacción.
—Pedro, por favor, cálmate —le pidió ella, agarrándolo de la camiseta—. No se me ocurriría hacer tal cosa, por favor...
Pedro estaba furioso. Sin previo aviso, la cogió por la nuca, la atrajo hacia su cuerpo y la besó.
¡Cielo santo!
Paula se retorció para separarse, ¡estaban en pleno parque! Pero él no se lo permitió, sino que la ciñó por la cintura con el brazo libre y la levantó del suelo sin esfuerzo. Sin despegar los labios de los suyos, caminó hasta ocultarse detrás de un árbol, donde la empotró contra el tronco y la devoró...
Le sostuvo la cabeza con las manos y la empujó con las caderas para mantenerla quieta y que no se cayera.
Pedro se tragó sus quejidos, engulló sus lamentos, no le concedió tregua, ni siquiera para tomar aire. La besó con dolorosa pasión, porque dolía, no solo su cuerpo, también su alma, y ni qué decir su corazón...
Y Paula se rindió, enterró los dedos en su pelo y tiró, a la vez que alzaba una pierna y le clavaba el talón en el trasero, olvidándose de todo. Él dirigió las manos a sus nalgas, estrujándole el vestido. Y sintió contra el pecho el galopante palpitar de su héroe, presto a la batalla, porque estaban luchando contra ellos mismos...
Un carraspeo los detuvo de golpe.
Temblorosos, sonrojados, desaliñados, con los labios hinchados y punzantes y los ojos entrecerrados y vidriosos, se miraron con inmenso ardor.
Pedro respiró hondo, la bajó al césped y le peinó los cabellos con los dedos.
Desde que le había quitado la cinta en el ático, llevaba la sedosa melena suelta.
Regresaron con la familia Alfonso.
En esa ocasión no se tocaron. La gravedad por el beso que habían compartido se instauró en la pareja. Pasaron la tarde sin apenas hablar, salvo para contestar con monosílabos a los demás.
Antes de cenar, Paula se despidió de sus nuevos amigos.
Los tres mosqueteros, junto con sus mujeres y sus hijos, estaban tan unidos que ella experimentó una punzada de celos, no pudo evitarlo, de celos y de vacío... En ese momento, caminando de vuelta al loft, con un Pedro silencioso a su izquierda, pensó en las carencias que tenía.
—Tienes mucha suerte —le dijo Paula al alcanzar el edificio—. Tu familia es maravillosa —sonrió con tristeza—. Gracias por este día —lo besó en la mejilla.
—¿No me invitas a entrar? —inquirió él, molesto.
—No creo que quieras estar conmigo ahora mismo —comentó con cierta vulnerabilidad.
—Precisamente, es lo único que quiero ahora mismo —sus ojos brillaron endemoniados.
—Pero estás enfadado.
—No es enfado —suspiró, como si soltase una carga—. Son celos, no te lo voy a negar —desvió la mirada—. Y más cosas, pero no es enfado. Por desgracia, te entiendo.
Ella se preocupó por sus últimas palabras.
—¿Una limonada? —le sugirió Paula con suavidad.
Él asintió.
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Ay me dan ganas de cachetear a esta mujer para que se avive!
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