lunes, 17 de febrero de 2020
CAPITULO 181 (TERCERA HISTORIA)
La gala llegó volando.
Pedro estuvo en una nube antes de la fiesta, literalmente. Paula y él se encerraron en el loft como si se tratase de su luna de miel. El domingo anterior fueron al ático para coger una maleta y el portátil de ella. Mientras Pedro trabajaba de día, su novia preparaba la proyección y almorzaba a diario con Karen.
Cuando él tuvo guardia una noche, Paula se coló en el General sin que nadie la viera y se encerró en su despacho. Aunque coincidieran apenas unos minutos, porque le tocó acudir a Urgencias, ella no falló.
El resto de los días, ella lo esperaba en la puerta del hospital cuando Pedro terminaba la jornada laboral. Después, se escondían en su refugio y hacían el amor hasta caer rendidos, en la cama, en el suelo, en la ducha, en el sillón, en la esterilla... donde pillaban. A veces, era en la pared, nada más cerrar la puerta principal.
Antes de cada amanecer, Pedro salía a hurtadillas del piso, caminaba hasta el Boston Common y arrancaba margaritas. Volvía y se las dejaba en la almohada. La besaba en la mejilla y se marchaba a trabajar con una sonrisa enorme de puro embeleso. Le costaba un esfuerzo sobrehumano separarse de ella, pero ya no tenía miedo. Todo iba bien. Eran felices, y las personas a su alrededor, también.
Se estaban preparando para la gala. Habían conectado el iPod y los altavoces en la habitación. La canción Fallen de Lauren Woods ambientaba la estancia. Descubrió en esos días que a su novia le gustaba la música de bandas sonoras de películas de los años noventa y esa en concreto pertenecía a Pretty Woman, a la escena en que Richard Gere y Julia Roberts salían del hotel para asistir a la ópera, justo después de que el protagonista le diera un collar de rubíes a la protagonista.
Sonrió al recordar la película, la habían visto en el ordenador la noche anterior, tumbados en la cama, abrazados y acariciándose de manera distraída.
—¡Ya casi estoy! —le avisó Paula desde el servicio.
Se estaba maquillando en el baño mientras Pedro se ajustaba el fajín del esmoquin. Entró en el servicio para colocarse la pajarita en el espejo. Sin embargo, se detuvo antes para contemplar su hermosa figura, cubierta por unas braguitas brasileñas negras, lisas y de algodón, a juego con el sujetador sin tirantes. Sus cabellos estaban sujetos en una gruesa coleta alta, tirante en la cabeza y ondulada hasta la mitad de la espalda. Se había retocado el flequillo en la peluquería por la mañana, manteniendo su forma desigual en los laterales. Aunque la prefería con su larga y sedosa cascada suelta, Pedro reconoció las ventajas de que su fascinante cuello estuviera al descubierto: podría besárselo siempre que quisiera, toda una tentación... Se mordió la lengua para no jadear por tal resplandeciente visión.
Y es mía.
El miedo a perderla se había desvanecido.
Confiaba en el amor de Paula.
Le demostraba a cada segundo cuánto lo amaba, cuánto lo necesitaba...
—¿Te ayudo, doctor Pedro?
La pregunta lo despertó del trance en que se había sumido sin pretenderlo.
Asintió, serio, desbordado por los incontrolables sentimientos que la profesaba. Ella se dio la vuelta y procedió a anudarle la pajarita.
Se había ahumado los párpados con sombra negra. Sus inverosímiles luceros verdes brillaban de un modo hipnotizador, cuyo extraño color se intensificaba gracias a la pintura negra, que parecía haberlos almendrado más de lo que eran. No se había aplicado colorete, lo adivinó porque un delicioso rubor tiñó sus mejillas lentamente en ese momento. Y se había perfilado los labios, que había marcado con un brillo natural.
El iPod cambió de canción: otro clásico, Quizás, quizás, quizás, una versión interpretada por Andrea Bocelli y Jennifer López en habla hispana.
—Ya está —anunció ella, alisándole la camisa en los hombros.
Paula, entonces, se encaminó al dormitorio, pero lo hizo despacio, meneando las caderas al son de la música, un mambo, y tarareándola. Las eróticas oscilaciones de su trasero respingón lo marearon... Y al cantar Jennifer López, Paula acompañó la voz en español...
—Y así pasan los días... —se giró y lo miró, sonriendo con picardía—. Y yo desesperando... Y tú... —agitó el dedo índice en su dirección, lentamente, para que se acercara, sin dejar de moverse al ritmo—. Tú contestando... Quizás, quizás, quizás...
—Joder...
Él, seducido por completo, hechizado, obedeció. Se agachó y la besó en la boca.
Su muñeca gimió... sensible... tierna...
Pedro la rodeó por la cintura, incapaz de resistirse a tocarla. Y se quemó por el contacto, pero poco le importó, porque la deseaba otra vez. Habían hecho el amor hacía dos horas, en el sofá, ¡una eternidad! Y aquella canción tan sensual solo incrementaba sus ganas de amarla sin decanso...
—Pedro... No podemos... —pronunció Paula entre besos—. Llegaremos... tarde...
Él gruñó, atrayéndola hacia el baño. La embistió con la lengua, sujetándola por la nuca con ambas manos. Era mirarla y se condenaba al pecado. Y ella también, porque se alzó de puntillas y se pegó a su cuerpo, elevando una pierna hacia su cadera.
—Joder... —rugió Pedro, atrapando sus nalgas—. No me pares ahora...
—No me rompas las... braguitas... por favor...
—No, muñeca. No lo haré ahora, pero esta noche, cuando volvamos a nuestro refugio... —resopló solo de imaginárselo—, sí te las romperé...
Aquella promesa le arrancó un entrecortado sollozo a su muñeca.
Pedro introdujo los dedos por el borde del exquisito algodón y se lo retiró despacio, arrodillándose y besando su piel. Subió las manos por sus preciosos muslos, embadurnados de crema, con aroma a flores, a ella, hacia su intimidad.
—¿Te he dicho alguna vez lo mucho que me gusta tocarte?
—Sí... Muchas... veces... —emitió entre suspiros discontinuos, abriendo las piernas.
—Nunca suficientes.
—Pedro...
Él gruñó al apreciarla tan caliente, tan preparada, tan receptiva... Se incorporó, la levantó y la sentó en el lavabo. Se quitó el fajín y se desabrochó los pantalones. Se los bajó, también los calzoncillos, y se pegó a ella, que se arqueó de inmediato, observándolo con una expresión de tormento, propia de la agonía que padecía.Pedro sonrió con malicia, restregándose, sin llegar a penetrarla. Su muñeca jadeó, enroscándole los brazos en su cuello y tirando de él.
—Por favor... —le suplicó ella, curvándose todavía más.
—¿Por favor, qué? —trazó círculos con su erección, adrede para provocarla más, porque le encantaba impacientarla.
—Ay, Dios... —dejó caer la cabeza hacia atrás—. Por favor... —le clavó las uñas por encima de la camisa—. Doctor Pedro... Mi doctor Pedro...
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