lunes, 17 de febrero de 2020

CAPITULO 182 (TERCERA HISTORIA)





Él resopló cual indomable semental. Y se volvió loco al oír el apodo... La embistió de un solo empujón, rápido y enérgico. Ella gritó y lo besó, fogosa y exaltada por la pasión. Pedro la correspondió, penetrándola con esa hambrienta urgencia que los caracterizaba. Su muñeca era perfecta. Ellos eran perfectos juntos. Y se amaban en cada ocasión como si se tratase siempre de la última vez. Se entregaban sin reservas, ni pudor ni vergüenza.


Y alcanzaron su infierno, fragmentándose sus almas, pero para mezclarse los pedazos de las dos en una sola.


Lo quiero todo... Tengo que casarme con ella... 


Tengo que comprar las Converse perfectas para mi muñeca. Ese será el anillo de compromiso que le regalaré.


Cuando recuperaron el aliento, Pedro salió del baño para arreglarse la ropa y colocarse la chaqueta. Se peinó con los dedos, señalando la raya lateral, y la esperó en el salón.



Estaba nervioso. El vestido de su novia era un secreto. Él había insistido en regalárselo y Paula había aceptado a regañadientes, aunque le había prohibido acompañarla al taller de Stela Michel porque deseaba sorprenderlo.


Para relajarse, se dirigió a la cocina y se sirvió una cerveza de la nevera.


Se la bebió en tres tragos, paseándose por el loft sin rumbo ni concierto.


—¿Preparado, doctor Pedro? —le preguntó ella desde el otro lado de los flecos.


Pedro se detuvo entre la cocina y el salón, metió las manos en los bolsillos del pantalón e inhaló una gran bocanada de aire. Pero no se apaciguó.


Y cuando Paula surgió ante él, poco le faltó para aterrizar en el suelo...



Exhaló ese último suspiro y renació.


—Joder... —murmuró Pedro, boquiabierto.


—¿Te gusta? —quiso saber ella, estirando los brazos en cruz, enguantados en blanco por encima de los codos, para dar una lentísima vuelta sobre las sandalias de tacón de aguja y de finas tiras negras.


—Joder... —repitió, desencajando la mandíbula.


El vestido era palabra de honor, silueteando los senos, que se desbordaban un ápice de la tela; aquel escote resucitaría a un muerto, sin duda... Iban a babear todos, él, el primero, que era lo que estaba haciendo en ese momento.


El corpiño, rosa pálido, bordado con flores negras, realzaba la marcada curva de su cintura, ahogando al propio Pedro Alfonso de manera despiadada, a punto estuvo de arrancarse la pajarita y desabrocharse la camisa, aun sabiendo que eso no le devolvería el oxígeno...


El corte del traje estaba en las caderas. A partir de ahí, la seda negra se deslizaba hacia el suelo, acariciando sus piernas por los movimientos al girar sobre sí misma. La espalda quedaba al descubierto hasta el sujetador, oculto tras el corpiño.


De negro y de rosa... la combinación perfecta.
Soberbia. Majestuosa. La mujer más elegante que había visto en su vida. Pedro acortó la distancia, la tomó de las mejillas y la besó.


—Estás...


—¿Bonita? —adivinó ella, sobre sus labios.


—Muy, pero que muy, bonita...


—Esto es para ti —le dijo, tendiéndole una caja pequeña y cuadrada de terciopelo negro—. Es un regalo —se ruborizó, tímida—. Espero que te guste.


Él aceptó el estuche y lo abrió. Alzó las cejas al instante, maravillado y estupefacto por el contenido de la caja. Se trataba de una pulsera de piel negra, lisa y de dos centímetros de ancho, calculó; el cierre era de oro blanco y tenía algo grabado en el interior. Entornó los ojos y analizó la inscripción:
El uno para el otro.


El corazón de Pedro frenó en seco. Un grueso nudo se le formó en la garganta. Comenzaron a picarle los ojos. Se le atascaron las palabras. Tragó.


La miró. Intentó sonreír, pero tampoco podía.


Paula sí sonrió. Le quitó la pulsera de la mano y se la ajustó en la muñeca izquierda. Le acarició las mejillas y lo contempló con infinito amor, desprendiendo chispas por sus impresionantes luceros, vidriosos también por la emoción.


—Te amo, doctor Pedro.


Entonces, él lloró... Dos lágrimas descendieron por sus pómulos, silenciosas, decididas, seguidas de otras... y otras... y otras más... Bajó los párpados, escondió el rostro en su cuello, envolviéndola entre sus brazos, temblando como un niño. Ella suspiró en su pecho.


El teléfonillo interrumpió el mágico momento.


—Será el chófer —susurró Pedro, ronco. Carraspeó—. ¿Nos vamos?


Ella cogió el bolso negro de mano y salieron a la calle. Adela les despidió en la puerta principal del edificio, deshaciéndose en halagos.


—¡Guapos! —los alabó la anciana con ilusión—. ¡Disfrutad, tortolitos!


La pareja se rio y besó a la señora Robins como agradecimiento.


El chófer los llevó al hotel Liberty.




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