sábado, 14 de septiembre de 2019
CAPITULO 20 (PRIMERA HISTORIA)
Las cuatro horas siguientes transcurrieron con tranquilidad, no hubo ninguna emergencia. No obstante, fueron las cuatro horas más largas y tediosas de la semana. No pudo permanecer quieto; a pesar de tener informes que redactar y expedientes que revisar, estuvo paseando por la estancia, de un lado a otro, sin rumbo ni control.
Ordenó la habitación repetidas veces. Se desquició. Se revolvió el pelo sin darse cuenta.
Al fin, alguien golpeó la puerta. Pedro estaba observando las calles a través de la ventana, con los brazos cruzados al pecho.
—Adelante.
—Doctor Alfonso, cuando quiera podemos ir a ver al director West.
Él se dio la vuelta al reconocer la cadencia que acababa de oír: la voz de Paula. Lo incitaba a perderse en la música clásica, a desconectar, a cerrar los ojos y a disfrutar de un violín...
Ella arrugó la frente al observarlo.
—Pues vamos —Pedro le indicó con la mano que lo precediera.
—¿Le ha pasado algo?
Pedro levantó las cejas, sin comprender la pregunta. Paula le señaló los cabellos y él, tras tocarse la cabeza, se peinó con los dedos con rapidez, nervioso y sonrojado.
Caminaron en silencio. Subieron las escaleras hasta el último piso, donde estaba el despacho del director. Este los recibió con cariño, abrazándolos; así era él.
Jorge West era un hombre de casi setenta años, divorciado desde hacía mucho tiempo. Su constitución era delgada y su estatura, media. Tenía un bigote muy fino encima de una boca pequeña, y el pelo, encanecido, lo llevaba siempre engominado hacia atrás, revelando sus pronunciadas entradas.
Pedro esperó, al igual que el director, a que ella se sentara primero.
—Bueno —comenzó Jorge, acomodándose en su silla de piel, separado de ellos por el escritorio de caoba—, he estado pensando —sonrió—. En los últimos siete meses, muchos familiares de los pacientes de Pediatría han alabado tus actividades —se dirigió a la chica—. Algunos me han solicitado que organice conferencias para enseñarles a los padres pautas para afrontar las enfermedades de sus hijos, por muy leves que sean. Es un tema peliagudo —la gravedad le cruzó el semblante. Respiró hondo—. Lo he hablado con la junta del hospital, y estaríamos encantados de que vosotros os encargarais de todo.
Paula y Pedro se quedaron estupefactos, aunque por razones bien distintas. Ella, enseguida, sonrió, radiante, y Pedro... sintió que se le caía un enorme piano de cola encima...
—¿Qué habéis pensado, Jorge? —quiso saber la pelirroja.
Pedro no salía del estupor. ¿Jorge? ¿Por qué llamaba a todo el mundo por su nombre de pila menos a él? Era la primera ocasión en que ambos coincidían con el director. ¿Había tanta confianza? Obviamente, sí, pero ¿por qué? Parecía que se conocieran. ¿Qué les unía?
—Queremos aprovechar hasta Navidad —contestó el director West, enlazando las manos en el regazo—. Empezaríais a mediados de este mes, hasta mediados de diciembre. Sería una especie de seminario para las familias de los niños ingresados. Como los viernes los tienes libres por la tarde, Paula, un par de horas de ese día sería idóneo. ¿Qué os parece? —miró a Pedro—. Si surge una emergencia,Paula se hará cargo del resto de la conferencia.
Paula lo observó también y se le borró la alegría del rostro, un gesto que punzó el estómago de Pedro.
—Por mí no hay ningún problema —pronunció él, sin saber de dónde demonios habían salido tales palabras. Acababa de acceder a una auténtica locura.
—¡Perfecto! —el director dio una palmada. Se incorporaron los tres—. Contáis con plena libertad. El seminario comenzará el viernes que viene. Cualquier cosa que necesitéis, no dudéis en pedírmela —los acompañó al pasillo—. Estoy convencido de que será todo un éxito —soltó una risita de felicidad y desapareció en uno de los ascensores.
Pedro y ella, a dos metros de distancia, enfrentados, se quedaron a solas.
En ese piso, había habitaciones cerradas, salas de reuniones y una cafetería, nada más. Ninguno sonreía.
—Tengo que comprobar mis guardias para saber mi tiempo libre de aquí a la semana que viene —le informó él, cruzándose de brazos, con una voz tan suave que se asombró a sí mismo, porque su interior rugía endemoniado.
Se sabía sus guardias del mes de noviembre de memoria, las organizaba él...
—Claro —accedió Paula, seria.
Descendieron a la tercera planta y se introdujeron en su despacho personal.
Sacó una carpeta del cajón derecho de la mesa y ojeó el calendario. Una electricidad inundó el lugar.
—Tengo libre la tarde del lunes, del martes y del miércoles —señaló Pedro, guardando los papeles.
Mentira.
—¿Y mañana por la tarde? —sugirió ella.
—Imposible. Tengo una operación.
Doble mentira.
No tenía ninguna intervención programada; de hecho, al día siguiente no trabajaba porque el sábado empezaba una guardia de cuarenta y ocho horas y se lo había cogido libre aposta. Y lo primero que le había dicho tampoco era cierto, pero le picó la curiosidad que esa semana Paula hubiera cancelado la cita con el director tres veces seguidas.
—No puedo las tardes de los lunes, martes y miércoles —negó ella con la cabeza—. Ni ninguna mañana. Y los fines de semana estoy con Stela.
—¿Y mañana por la noche en mi casa? —se le ocurrió, sin pensar, y rezó por recibir un sí.
—¿Por...? ¿Por...? ¿Por la... noche? ¿En su... su casa? —tartamudeó, más colorada que nunca, y agrandando sus ojos.
Pedro ocultó el regocijo que experimentó. ¿Sería tan inocente de no haber estado con un hombre a solas? Tenía veintidós años, a esa edad se suponía que ya se había mantenido una relación.
El misterio que rodeaba a Paula lo estaba atrapando de una forma disparatada, y él era la persona más controlada, ordenada, responsable y racional del mundo.
—A las nueve, ¿te viene bien? ¿Es tarde para ti?
—Yo... —Paula tragó saliva y retrocedió un par de pasos—. Sí. A las nueve me parece bien, pero me quedaré muy poco tiempo.
—Iré a buscarte —le dijo Pedro.
—¡No! —exclamó, pálida, de golpe.
Él frunció el ceño. ¿A qué venía eso?
—Pues a las nueve en mi casa. Sabes dónde vivo.
—Nunca he estado en su casa, pero sí —asintió, desviando la mirada—, sé donde vive, doctor Alfonso.
Pedro se sobresaltó al escuchar doctor Alfonso.
—Mañana vemos cómo enfocamos el seminario y comenzamos a trabajar —abrió la puerta—. Hasta mañana, Paula.
—Adiós, doctor Alfonso—se giró y se fue, con la cabeza agachada.
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¿Por qué la trata así Pedro a Pau? Me tiene atrapada esta historia.
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