sábado, 21 de septiembre de 2019
CAPITULO 43 (PRIMERA HISTORIA)
Despertó sin ánimos. La escuela cerraba ese viernes. Su amiga Kendra le había escrito un mensaje la noche anterior para decirle que se lo tomara libre, que había decidido concederles a los niños un día de juegos.
Permaneció en la cama hasta que tuvo que prepararse para acudir a su cita con la señora Alfonso. En vez de utilizar sus estridentes ropas, escogió un vestido de seda, verde oscuro, de manga larga, corte en la cintura, sin escote y suelto hasta la mitad de los muslos, unas medias negras y unos botines de ante, negros, de punta redonda, ceñidos hasta el tobillo y de tacón fino y alto. Se alisó los cabellos y se retiró los mechones de la frente con unas horquillas en
lo alto de la cabeza. Se maquilló de manera discreta. Se colocó el abrigo gris marengo de paño y cambió su bolso por el de piel, de Prada, tipo maletín, regalo de Stela por su último cumpleaños. Se lo colgó del brazo, tras haber guardado en él su discurso, su libreta y demás pertenencias.
Catalina era una mujer elegante y sofisticada, por lo que se merecía que Paula se arreglara un poco. Lo malo era que tendría que ofrecer la conferencia de ese modo, a no ser que el almuerzo durara una hora, pero lo dudaba.
—¡Qué guapa, cariño! —le obsequió su abuela, desde el sofá—. ¿Estás mejor?
—Sí —mintió, fingiendo una sonrisa. Le había dicho, un buen rato antes, que se encontraba indispuesta—. Me voy —se acercó y la besó en la mejilla.
—Pásatelo muy bien.
—Gracias, abuela —cerró con suavidad.
Otra vez, el sol se encargó de alegrar la jornada, aunque no lo percibió.
Caminó hacia el restaurante, apenas fueron veinte minutos, pero los sintió como si hubieran sido dos escasos.
En las puertas del Land, la esperaba la señora Alfonso, que se quedó tan boquiabierta como en la fiesta.
—Hija, perdona... —se disculpó Catalina, sonrojada—, no termino de acostumbrarme a verte así vestida —se rio—. Cada día, me sorprendes más. Eres preciosa, Paula, y, vestida así, lo estás aún más —sonrió con cariño.
Se abrazaron. Entraron. El maître las acompañó a una mesita pegada a una de las ventanas de la fachada. Pidieron vino y agua.
—Te he citado por tres cosas —declaró la señora Alfonso, sin perder esa alegría tan atractiva y contagiosa—: la primera, porque me apetecía verte — posó la barbilla en las manos, con los codos en el borde del mantel de tela—; la segunda tiene que ver con la tercera: me gustaría saber más de ti.
—En realidad, os lo conté todo —se encogió de hombros—. Imparto clases en Hafam, hago reír a los niños del General y del Emerson y trabajo los fines de semana para Stela.
Un camarero les sirvió las bebidas y les tomó nota de la comida. Ambas se decantaron por una sopa y pollo en salsa de hierbas aromáticas.
—¿Desde cuándo te dedicas a ayudar a los demás? —se interesó Catalina, seria.
—Desde que tenía dieciséis años —clavó los ojos en la copa de agua antes de beber un pequeño sorbo—. Mi abuela siempre me apoyó.
—¿Tu abuela?
—Se llama Sara. Vivo con ella —jugueteó con el tenedor—. Quería que fuera a la universidad, pero yo prefería ayudar a los demás. Al cumplir los dieciocho, cuando terminé el instituto, conocí a Stela. Y fue un milagro. Con la pensión de mi abuela, vivíamos un poco escasas de dinero.
—Siento ser tan entrometida, pero llevas un Prada —señaló el bolso, sonriendo con dulzura—. Y juraría que ese vestido es un diseño de Stela Michel.
Paula se echó a reír, avergonzada.
—Se empeña en regalarme ropa, complementos y zapatos —hizo un cómico ademán—, a mí y a mi abuela. Vivimos en un piso pequeño, pero está muy bien situado y no nos falta de nada. He ahorrado mucho estos años porque no necesito nada más que a Sara y a los niños —sonrió con tristeza—. Stela es una madre para mí. Es demasiado generosa —se sonrojó y bebió más agua—. Y, siempre que puedo, dono parte de mi dinero a Hafam y a más casas de huérfanos. Ojalá pudiera dar más.
—Me gustaría que pertenecieras a mi asociación, o que intervinieras en los eventos que organizo —le apretó la mano—. ¿Te interesaría? —arqueó las cejas.
—Por supuesto que sí, pero... —arrugó la frente—. Solo tengo libres los viernes por la tarde y, ahora con el seminario, tendría que ser a partir de las seis y media, eso es bastante tarde. Y no sé si mi poco tiempo sería suficiente.
—¡Claro que sí! —dio una palmada en el aire, dichosa—. Hay una gala el primer sábado de diciembre. Recaudaremos fondos para comprar regalos de Navidad a los niños que viven en los albergues de la ciudad. Las invitaciones ya están enviadas y el noventa por ciento ha contestado que asistirán. Todavía nos falta gente por confirmar. ¿Te gustaría empezar con esta gala?
Paula asintió, ilusionada.
El camarero les llevó el primer plato.
—Muy bien —zanjó la señora Alfonso, que sacó su móvil del bolso y trasteó hasta encontrar lo que buscaba—. El lugar lo tenemos reservado, pero nos queda decorarlo. De eso, me encargo yo. Mis amigas hacen otras cosas: contactar con los albergues y coordinar el presupuesto, entre otras cosas —le mostró el teléfono, encendido con la libreta online de la gala—. He hablado con las tiendas que nos alquilarán el mobiliario. Podemos ir después de la conferencia, si no tienes ningún plan.
—Cuenta conmigo —sonrió ella, muy ilusionada; hasta le dolía la cara de tanto sonreír.
—¡Perfecto, cariño!
Comieron con tranquilidad, muy contentas ambas.
—Por cierto —añadió Catalina, sin mirarla—, ¿qué tal se porta Pedro contigo?
Paula se atragantó con el pollo... Le sobrevino un ataque de tos. Varios camareros y la propia señora Alfonso se arrimaron a ella para auxiliarla.
—Estoy bien... —articuló Pau cuando se hubo calmado.
—Creo que tu respuesta ha sido bastante reveladora —comentó Catalina, ocultando una risita, aunque sin éxito.
—El doctor Alfonso se porta como se tiene que portar —concluyó, de repente seria.
Menudo beso... Dios mío... ¡Fue increíble! Mi primer beso... Es que, cada vez que lo recuerdo, me tiembla el cuerpo y me palpitan los labios... Ay, Pedro...
Terminaron el almuerzo, en silencio, salvo por los continuos carraspeos de la señora Alfonso.
—¿Postre? —les sugirió el camarero.
—Yo deseo una taza de té rojo, por favor —le pidió Catalina.
—¿Tienen chocolate caliente? —quiso saber Paula.
El hombre asintió.
—Pues tomaré una taza de chocolate caliente. Muy espeso, por favor — sonrió.
Notó que la señora Alfonso la analizaba de forma concienzuda; no obstante, no le preguntó el motivo.
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Ahhhhhhhhhhhh, nooooooooooooo, cuánta intriga x favor. Buenísimos los 3 caps.
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