jueves, 10 de octubre de 2019
CAPITULO 106 (PRIMERA HISTORIA)
Paula se levantó de la cama sin haber dormido ni un minuto, igual que la noche anterior. Eran las seis de la mañana del sábado, el día de su rito de iniciación en Alfonso & Co. No entraba hasta las nueve en el taller, pero no podía permanecer un segundo más releyendo, por enésima vez, el mensaje de Pedro de hacía dos noches.
Se vistió con ropa deportiva y salió a correr al parque, a ver si se despejaba. El frío era cortante, pero estaba tan hundida que apenas lo notó.
Comenzó sus cuarenta minutos a un ritmo más lento de lo habitual, no tenía ganas y llevaba toda la semana sin hacer ejercicio. Media hora más tarde, se detuvo, se sentó en un banco, abrazándose las piernas, y permitió que las lágrimas fluyeran con libertad por su rostro, sin emitir sonido.
Un rato después, en la misma posición, una sombra se cernió sobre ella.
Pau alzó los ojos y lo vio, en su traje de tres piezas, debajo del abrigo desabotonado. Lucía una barba muy corta, y las diminutas bolsas oscuras y los ojos enrojecidos demostraban el insomnio que padecía, comparable al de Paula...
La miraba de un modo tan penetrante que ella agachó la cabeza. Su corazón se contrajo de manera hiriente, le siguió su pecho, su estómago, su vientre... La culpabilidad la devoró sin piedad.
Pedro se acomodó a su lado, abrió una mano entre ambos, con la palma hacia arriba, y esperó. Paula ahogó un sollozo, temblando, y colocó una mano sobre la de él. Los dos, entonces, expulsaron el aire retenido. Paula, además, soltó un gemido y rompió a llorar.
Pedro la apresó entre sus brazos de inmediato, la estrechó con fuerza contra su cuerpo. Ella se hizo un ovillo en su regazo.
—No vuelvas a desaparecer, por favor... —le rogó él, en un hilo de voz—. No vuelvas a hacerlo... Te daré todo el tiempo que quieras... No te agobiaré, no te preguntaré, pero, por favor... no desaparezcas otra vez...
Pau escondió la cara en su cuello, sintiendo un horrible escalofrío. Pedro la arropó con el abrigo.
—Te necesito, Pedro... —susurró ella, ronca por la tristeza—. Perdóname...
—No te imaginas cuánto te he echado de menos —le besó la frente, tomándose su tiempo—. No te lo imaginas porque ni yo mismo lo sé...
—Y yo... —lo abrazó por la cintura—. Lo siento... Lo siento... Lo siento... —añadió entre sollozos entrecortados.
—No, quien lo siente soy yo, porque te presioné. No me pidas perdón otra vez, solo prométeme que nunca más vas a volver a desaparecer.
—Te lo prometo —declaró al instante, cerrando los doloridos párpados.
Permaneció entre sus brazos una bendita eternidad hasta que el sol los cegó. Ninguno habló, pero la tranquilidad los envolvió. No obstante, algo había cambiado, y no precisamente para bien...
Se levantaron. La acompañó a su piso. Se despidió de ella, besándole la sien. No hubo palabras y tampoco se giró antes de doblar la esquina para dedicarle algún guiño o cualquier otro gesto. El dolor de Paula se acrecentó.
Lo tengo merecido...
El resto de la jornada la pasó limpiándose lágrimas que se le escapaban sin control.
Después del almuerzo, Stela la mandó a casa.
Y, como continuaba sin animarse, porque precisaba con locura a su doctor Alfonso, le escribió un mensaje:
Paula: Te necesito...
La respuesta fue inmediata:
Pedro: En diez minutos estoy en tu portal. Te cambias en mi casa.
Paula lloró de nuevo, derrumbándose en el suelo. No se merecía a un hombre tan bueno...
Se había portado fatal con él. Lo había alejado de su vida sin concederle una mísera oportunidad, sin otorgarle una explicación. Por miedo, sí, pero Pedro estaba en lo cierto: parecía que le importaban más los demás. ¡Y no era verdad! Lo amaba demasiado como para perderlo.
Metió el conjunto de la fiesta en su bolsa de viaje, de piel.
—Dile que suba —le pidió su abuela, desde la puerta, con el ceño fruncido.
Paula asintió y tecleó otro mensaje:
Paula: Sube. El piso es 2D.
Sonó el telefonillo que había junto a la puerta.
Corrió para abrirle, pero Sara se le adelantó.
Unos segundos después, él surgió en el umbral,
abarcando todo el espacio y absorbiendo cualquier resquicio de luz. Paula sonrió con timidez, sufriendo un pinchazo en el vientre.
Estaba guapísimo en vaqueros gastados, sus favoritos, camiseta, jersey de pico, zapatillas de ante sin abrochar, chaqueta de cuero, bufanda enroscada de cualquier manera, gafas y el pelo revuelto, una imagen que indicaba la prisa que se había dado para ir a recogerla. Sus ojos se tornaron grises por completo al mirarla, brillaban, sagaces y cálidos, protectores...
—El doctor Alfonso, supongo —confirmó la anciana—. Pasa, muchacho.
—Llámeme Pedro, por favor —la saludó él, antes de dirigirse al salón.
Era tan alto que el piso parecía mucho más pequeño.
—Siéntate —le indicó Sara al invitado—. Estoy preparando la merienda —se metió en la cocina—. ¿Tú también eres de café, igual que Manuel?
—No —contestó Pedro, quitándose la chaqueta, que Pau colgó del perchero de la entrada—. Prefiero una taza de chocolate caliente, si no es molestia —se acomodó en un extremo del sofá.
—Claro que no —convino la anciana, llenando una bandeja de dulces—. A Paula y a mí nos encanta el chocolate caliente. Ayúdame, cariño —le pidió a ella. Paula obedeció, cogió la bandeja y la apoyó en la mesa frente al sillón.
Se fijó en que él estaba demasiado rígido, y se le antojó gracioso. El formidable doctor Alfonso estaba nervioso ante una mujer mayor a la que casi doblaba en altura.
Sara se colocó entre los dos y sirvió tres tazas de chocolate.
—No te pareces en nada a tu hermano —comentó la anciana antes de dar un sorbo a su taza—. Físicamente, os dais un aire, se nota que sois parientes, aunque Manuel tiene los ojos más oscuros que tú, más marrones, tú los tienes grises —lo escudriñó—, pero eres muy serio. ¿Sabes sonreír?
—¡Abuela! —la regañó su nieta.
Pedro, entonces, sonrió.
—¡Vaya! —exclamó Sara, también sonriendo—. Eres mucho más guapo cuando sonríes, ¡y ya es decir! —agitó la mano como una niña emocionada—. Deberías hacerlo más a menudo, aunque Paula ya sonríe por dos, ¿verdad, cielo?
La aludida se ruborizó, arrancándole una carcajada a su novio.
—Cuéntame un poco de ti, muchacho —le pidió la anciana—, porque supongo que, además de saber hacer llorar a mi nieta, tendrás más cualidades.
Pedro casi se atragantó con el chocolate.
—¡Abuela, por favor! —Paula se incorporó de un salto.
Sara se echó a reír.
—Tengo que regañarlo, hija, para que deje de estar tan nervioso, que no me como a nadie.
—Pues quién lo diría... —ironizó y se sentó.
—Tengo poco que contar —sonrió él, cogiendo una nube de azúcar—. Trabajo muchas horas en el hospital.
—Eres pediatra, como mi hijo —afirmó la anciana con tranquilidad.
Paula palideció. Era la primera vez que escuchaba a su abuela hablar de su hijo con alguien que no fuera ella.
—A lo mejor, lo conoces —prosiguió Sara, después de beber más chocolate—. Se llama Carlos Chaves.
—Lo conozco —contestó Pedro, sin mirar a Paula, quien permanecía con el corazón en suspenso—. Fue mi profesor en la universidad. Gracias a Carlos Chaves me especialicé en pediatría.
—¿De verdad? —quiso saber la anciana, gratamente sorprendida.
¡¿Qué?! ¿Pedro conoce a papá?
—Será mejor que nos vayamos —los interrumpió ella, levantándose.
—Pero, cariño, si todavía...
—Abuela —la cortó, seria—, Pedro y yo nos vamos —se dirigió a su cuarto y cogió el abrigo, la bufanda, el gorro, el bolso y la pequeña maleta.
Él la estaba esperando con la chaqueta puesta.
—Ha sido un placer, Sara.
—Igualmente, muchacho —les abrió la puerta—. Ven a comer cuando quieras. Y la próxima vez, no hace falta que esperes en la calle, que hace mucho frío —sonrió con cariño.
—Gracias —sonrió del mismo modo.
La anciana pellizcó el brazo de Pau cuando pasó por su lado.
—¡Ay! —Paula arrugó la frente y se frotó la zona dolorida—. ¿A qué ha venido eso?
—Ya hablaremos tú y yo, jovencita —le susurró al oído, enfadada. Y añadió en voz alta—: Pasadlo muy bien en la fiesta. Y, si no duermes en casa, llámame, no importa la hora.
—Increíble... —masculló ella, bajando las escaleras.
—Tu abuela es muy divertida —no perdió la sonrisa—. Y muy directa. Dame la bolsa —se la arrebató de la mano.
Salieron a la calle y pasearon en silencio hasta el apartamento de los hermanos Alfonso. Paula se agitó, su cuerpo se envalentonó. Estaba muy nerviosa, tenía que hablar con él.
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Ayyyyyyyyyyyyyy, me encanta cómo lo carga la abuela jajajaja. Me tiene atrapada mal esta novela.
ResponderEliminarEspero que Pau pueda superar sus traumas... Y me declaro fan de la abuela!! Jajaja
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