martes, 22 de octubre de 2019

CAPITULO 144 (PRIMERA HISTORIA)




El cumpleaños prosiguió.


Ellos se acomodaron en una esquina de la barra de la izquierda. Paula contemplaba el anillo, embobada, deliciosamente ruborizada y con una expresión de pura dicha en su dulce rostro.


—¿Por qué no fuiste a la universidad? —quiso saber Pedro—. Te lo pregunto por curiosidad, nada más.


—Cuando me desperté del coma, tras el accidente de la ventana — respondió, seria—, estuve una semana entera sin hablar —clavó los ojos en un punto infinito—. Mi padre tenía una orden de alejamiento contra mi madre, lo que significaba que, si ella me visitaba, mi padre se vería obligado a abandonar el hospital, aunque fuera el director. Pero mi madre no apareció ni un solo día —negó con la cabeza—, no se molestó tampoco en llamar por teléfono para interesarse por mí. Lo sé, porque escuché a mi tía decírselo a mi abuela Sara, justo antes de abrir los ojos. Estaba afectada por el coma, pero
recuerdo sus palabras como si las hubiera soñado: Mujeres como mi hermana no se merecen ser madres; yo daría mi vida por tener un bebé, y por que Paula fuera ese bebé, mi hija... —recordó a la perfección, abstraída de la
realidad.


—No podía tener hijos.


—No —lo miró—. Entonces, un día, mi tía entró en la habitación —sonrió, nostálgica—, llevaba una nariz roja de goma, se había señalado las pecas de la cara con lápiz marrón y se había revuelto la melena. ¡Parecía una loca! —se rio con suavidad—. Se sentó en la cama y empezó a contarme un cuento, mientras inflaba globos de colores —suspiró de manera discontinua. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Parpadeó para borrarlas—. Lo hizo a diario, hasta que recibí el alta.


Pedro la atrajo hacia su cuerpo, ofreciéndole el consuelo que necesitaba.


Ella se relajó en su pecho. Él le acarició los cabellos con infinito cariño.


—Ese año, terminé el curso escolar en otro instituto, donde mi abuela me matriculó para empezar de cero tras el incendio —prosiguió su novia—. Cuando mi padre se instaló en su nueva casa, en la residencia de Jamaica Plain, le dije que no quería estudiar, sino enseñar a los niños a sonreír en los malos momentos, porque eso fue lo que hizo mi tía conmigo, mi verdadera madre... —se sorbió la nariz—. Mi padre me apoyó, igual que mi abuela. Cuando tenía dieciséis años, Jorge habló con el director del Emmerson para que aceptara mi propuesta. Allí conocí a Kendra. Y, cuando acabé el instituto, me centré en Hafam y en los niños. Nadie me dijo nada, ni me preguntó si quería ir a la universidad. Stela fue mi milagro... Cayó del cielo cuando más la necesitaba, porque la pensión de mi abuela no nos daba para mucho. Y así fue mi vida hasta que cierto médico se chocó conmigo —levantó la barbilla y lo observó con picardía—, y volvió mi mundo del revés.


—Fuiste tú quien me tiró el chocolate —fingió enfadarse.


—Y tú, quien se cruzó en mi camino —adoptó una actitud grave—. Pedro... ¿A ti te molesta que no haya estudiado una carrera?


—Solo me importas tú a mi lado, nada más —sonrieron.


Y se besaron.


—Por cierto —le susurró ella—, tienes una última sorpresa en casa, esperándote.


¡Aleluya!


—Pues vámonos ya —concluyó Pedro, empujándola hacia la salida.


—Es tu fiesta de...


—Ya he tenido suficiente fiesta pública —añadió, sin despedirse de nadie.


—¡Hijo! —lo llamó su madre—. Falta nuestro regalo. ¿Samuel?


Su padre se aproximó y le tendió una caja pequeña y cuadrada. Pedro la abrió, frunciendo el ceño. Paula emitió un gritito de júbilo, que arrancó carcajadas a los presentes.


—Esto es... Esto... —balbuceó él.


—Un BMW Serie 6 Gran Coupé, gris metalizado, lunas traseras tintadas, faros LED autoadaptables, techo solar y cualquier caprichito que se te ocurra, hijo —contestó Samuel, con el pecho hinchado de orgullo.


Pedro desencajó la mandíbula. Los regalos que se intercambiaban en su familia eran lujosos y caros, pero ¿un coche? ¿y ese coche?


—¿Dónde está? —quiso saber él, todavía alucinado.


—En vuestra casa —respondió Catalina, mirándolos a los dos—. Lo ha aparcado Manuel en el garaje.


—No me lo puedo creer... —los abrazó con fuerza—. Gracias... Muchas gracias...


—Te lo mereces todo, cariño, igual que Paula —emitió su madre en un hilo de voz.


Pedro tragó, por la emoción. Su novia lloraba.


—Gracias por la fiesta —les obsequió a los invitados—. Ahora, espero que me perdonen, pero mi futura mujer reclama mi atención en exclusiva — bromeó, sonriendo.


Ella le golpeó el hombro, sonrojada por la vergüenza, arrancándoles risas a los presentes.




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