martes, 29 de octubre de 2019

CAPITULO 18 (SEGUNDA HISTORIA)




Pedro agradeció la guardia que tuvo. Su planta estaba tranquila y durmió un par de horas en su despacho antes de marcharse a casa.


Sin embargo, como ya era lunes por la mañana, decidió visitar al director del hospital, Jorge West. Era un hombre de casi setenta años, divorciado desde hacía mucho tiempo, delgado y de estatura normal. Tenía un bigote muy fino, encima de su boca pequeña, y el pelo encanecido lo llevaba engominado hacia atrás, revelando sus pronunciadas entradas.


—¡Pedro, muchacho! ¿Qué tal? —lo saludó el director, muy afectuoso. Se estaba colocando la bata blanca, por lo que acababa de llegar al despacho, situado en la última planta del complejo.


—Termino la guardia ahora, Jorge.


Jorge era íntimo amigo del padre de Zaira, Carlos Hicks, un reconocido pediatra que había sido el anterior director del Boston Children's Hospital, cargo que ocupaba, en la actualidad, Samuel Alfonso.


West había cuidado de Zai como un segundo padre durante los últimos ocho años, debido a que Carlos se había visto obligado a renunciar a su profesión y a ocultarse.


De los tres hermanos, Pedro era el que más confianza tenía con Jorge, hasta el punto de llamarlo por su nombre, no por su cargo.


—Cuéntame —le dijo el director, acomodándose en su sillón de piel, detrás del escritorio—. ¿Qué te trae por aquí? ¿Un café?


Él se sentó en una de las dos sillas, al otro lado.


—No, gracias —respondió—. Verás... Ya sabes que me caso el cuatro de enero...


—No te voy a negar que me sorprendió —entrelazó las manos en su regazo y lo observó con curiosidad—. Ayer, charlé con Zaira por teléfono. Me contó que tú no sabías nada de Gaston, que te enteraste en la boda, igual que los demás. Y que os casáis por el niño. No te preocupes, que mis labios están sellados —arqueó las cejas un instante—. Ahora entiendo... Perdóname, Pedro —frunció el ceño—, pero te portaste fatal con ella. Pobrecita.


—¿Pobrecita? —repitió, alucinado.


¿A alguien le importaría ponerse de mi parte, joder?


—Antes de que me presentara la renuncia, una tarde, me la encontré saliendo de un baño, esforzándose en secarse las lágrimas que no paraba de derramar. La invité a un café en mi despacho para que se tranquilizara. Me contó que había sido tan tonta como para confiar en un hombre que la había dejado tirada en cuanto había conseguido lo que quería —enarcó una ceja—. Con lo que me dijo Zaira ayer, me acordé de esa conversación y até cabos. Así que —prosiguió en un suspiro—, entró en pánico cuando descubrió que estaba embarazada de ti. Por eso, renunció y huyó a Europa. Pedro...


—En realidad —lo interrumpió él, removiéndose inquieto por los remordimientos que lo invadieron en ese momento—, me gustaría cogerme unos días libres para habituarme un poco al niño. No sé si será posible.


—¿Estás bien? —lo escrutó a conciencia el director West.


—Sí, sí... —mintió, masajeándose el cuello en un vano intento por calmarse. Respiró hondo y sonrió, aunque la alegría no alcanzó sus ojos.


—Claro —concedió, serio—. Eres el jefe de Oncología. Cógete las vacaciones que quieras.


—Gracias, Jorge —se incorporó y le tendió la mano—. Vendré mañana y organizaré el trabajo. Yo creo que con tres semanas será suficiente, quizás, menos, ya veré cómo me programo los días libres.


—Confío en ti, ya lo sabes —se despidieron.


Al salir del edificio, se metió en su Aston Martin, que había aparcado en su plaza privada del parking del hospital, y condujo los diez minutos que había hasta su casa. Odiaba caminar, siempre se movía en coche, por muy cortos que fueran los trayectos.


Se quitó el abrigo, que colgó en el perchero de la entrada, y caminó hacia su habitación. La vivienda estaba en silencio, por lo que dedujo que su cuñada, su hermano mayor y su sobrina dormían, al igual que Paula y Gaston.


Bruno estaba trabajando.


Pero se equivocó, porque su prometida estaba tumbada en la cama, de perfil a él, haciéndole suaves cosquillas al niño. Su corazón se desbocó, tanto por ella como por la escena. Chaves no se percató de que Pedro había entrado, y este aprovechó para espiarlos a gusto.


Llevaba un camisón de seda, de color marfil, largo hasta los pies, aunque, en ese momento, estaba arremolinado en la parte trasera de las rodillas, pues se encontraba bocabajo y balanceaba las piernas en el aire en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Los cabellos se los había recogido en un moño alto y deshecho, provocando que algunos mechones ondearan libres en su nuca. Tenía los codos apoyados en el colchón, a ambos lados del cuerpecito del bebé, que movía las extremidades de forma frenética, alzando las manitas con torpeza hacia la cara de su mamá, quien, a su vez, le besaba la piel de forma sonora.


—Te voy a comer enterito, gordito —le dijo ella, entre carcajadas.


Los rayos del sol, cada vez más fuertes, comenzaban a filtrarse a través de la cristalera, cuyo estor estaba levantado hasta la mitad, convirtiendo a madre e hijo en una silueta oscura, rodeada por una aureola casi blanquecina que se mezclaba con el pelo rubio de ella.


La imagen le robó un resuello a Pedro... Sacó el iPhone y les hizo una foto, sospechando que no sería la única.


Carraspeó, advirtiendo su presencia. A ella se le borró la alegría del rostro, arrugó la frente y se incorporó, con Gaston en brazos.


—Nos vamos al salón para dejarte descansar —anunció Paula, desviando los ojos al suelo.


Desde los mensajes de texto que se habían enviado dos noches atrás, se habían evitado en todo momento; por eso, Pedro había agradecido la guardia de veinticuatro horas en el hospital. La única noche en que habían convivido desde entonces, él se había acostado en el sofá del dormitorio.


—He dormido un poco —contestó Pedro, caminando hacia el baño mientras se quitaba la chaqueta en dos rápidos movimientos—. Dentro de un rato, nos vamos a por las cosas de Gaston y a comprar un coche —añadió, dándole la espalda, antes de encerrarse en el servicio.


A raíz de lo que le había contado West, sentía un malestar en las entrañas que le impedía mirarla. Accionó la ducha y esperó unos segundos a que el agua se calentara. Debajo del chorro, apoyó las manos en los azulejos y dejó caer la cabeza.


Y a saber cuántas veces más habrá llorado Chaves por mi culpa... Y en el parto, estuvo sola, también por mi culpa... Pero me duele tanto que no me lo contara...


La venganza se había quedado en un plano inexistente... Necesitaba de todo su autocontrol y lucidez para continuar su nueva vida sin que sus sentimientos y sus remordimientos interfirieran, y, en ese instante, carecía de ambos.


En albornoz, se dirigió al vestidor. Estaba tan distraído que no se molestó en echar el pestillo.


Y Paula entró justo cuando se desnudaba...


—¡Uy! —exclamó ella, tapándose la boca, con los ojos desorbitados.


Él gruñó, cubriéndose esa parte de su anatomía que había decidido por sí misma saludar a la recién llegada, a una muy hermosa recién llegada... Notó cómo sus pómulos se quemaban.


El largo camisón se ajustaba con sensualidad, desde el discreto escote hasta las caderas, marcando la curva de su cintura de un modo distinguido, refinado y enloquecedor al mismo tiempo. Solo mostraba la piel de los brazos, el cuello, la cara y un ápice el inicio de los senos... erectos. Había visto a mujeres desnudas por completo, pero ninguna tan atractiva como ella en ese momento...


—¡Perdona! —emitió Chaves, en tono agudo, y salió a toda prisa.


Él expulsó el aire que había retenido. Se le doblaron las rodillas.


Quién me ha visto y quién me ve... Esta rubia me va a matar, joder...


Se frotó el rostro, mientras se estabilizaba su respiración, y procedió a vestirse. Escogió unos pantalones de pinzas azul marino, una camiseta blanca de manga corta y cuello redondo y un jersey de pico, a juego con los pantalones. Se decantó por sus zapatos marrones de ante y lazada. Se colgó del hombro la bufanda azul oscuro de cachemira. La prensa lo acosaba de forma sigilosa. Los fotógrafos no se le acercaban, en realidad, él nunca los veía, pero, luego, Pedro Alfonso aparecía en las revistas, en internet o en banners publicitarios de las webs de cotilleos, ya fuera comprando el pan o de tiendas.


Debido a ello, siempre cuidaba mucho la ropa que llevaba.



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