sábado, 5 de octubre de 2019

CAPITULO 89 (PRIMERA HISTORIA)




Al alcanzar el intenso éxtasis, Paula se derrumbó sobre Pedro, que la abrazó al instante.


—¿Estás bien? —se preocupó él, bajándola al suelo.


Ella afirmó con la cabeza, su garganta se había secado.


En cuanto Pedro se apartó, Paula se deslizó hacia el suelo cual muñeca de trapo, resoplando. Él se echó a reír y se arrodilló a su lado, también respiraba con irregularidad.


—Vamos a vestirte, ¿vale? —y la vistió con deliciosa ternura—. Esa puerta de ahí —señaló la puerta que estaba paralela al sofá— es un baño.


—Gracias —agachó la cabeza y caminó hacia el servicio—. Madre mía...


Se miró en el espejo y se refrescó la nuca. Su aspecto era deplorable.


Parecía estar sufriendo las consecuencias de un huracán. Entonces, algo llamó su atención... Se inclinó por encima del lavabo y frunció el ceño. 


En el cuello, cerca de la oreja tenía... Desorbitó los ojos.


¡¿Cómo le escondo esto a mi abuela?!


Y la mancha no era pequeña, precisamente...


El espejo constituía la puerta de un armario que colgaba en la pared. Lo abrió y sacó un peine. Se desenredó la maraña que era su cabello ahora y se colocó algunos mechones sobre los hombros. La bufanda era gruesa y muy abrigada, se iba asfixiar en la conferencia, pero debía taparse el cuello sí o sí.


Salió al despacho. Pedro estaba sentado en la silla de piel. No se había puesto la bata, y, gracias a eso, Paula pudo apreciar, embobada, cómo sus anchos hombros y sus brazos flexionados sobre el escritorio tensaban la camisa. Leía unas hojas. Se había peinado con raya lateral, aunque ciertos mechones revoloteaban por su frente, esos mismos mechones que ella había tocado y estirado hacía unos minutos... Su temperatura corporal se incrementó.


En ese momento, su teléfono vibró dentro del bolso.


—¿Hola? —dijo ella al descolgar, sin fijarse en quién la llamaba.


—¡Hola, cariño!


—Hola, Catalina —sonrió.


—Todavía no habéis empezado el seminario, ¿verdad?


Paula se acercó a la ventana mientras hablaba, sin darse cuenta de que él giraba en su asiento hacia ella.


—No, aún no, Catalina. ¿Pasa algo?


—Solo quería comentarte que tu rito de iniciación será la semana que viene, el viernes. ¿Te viene bien?


—Sí, claro.


De repente, notó unas manos subiendo lentamente desde sus rodillas, por los laterales de sus piernas... Ahogó un gemido. Pegó la frente al cristal. El frío del material se evaporó por el calor que desprendía su cuerpo.


—¿Estás bien?


—Sí, sí… —le falló la voz.



¡Embustera!


Su travieso doctor Alfonso alcanzó su trasero y lo moldeó a placer. Un poderoso fuego sometió sus defensas. Se le aflojaron las extremidades.


—¿Seguro? Pareces sofocada... —insistió Catalina.


¡Y tanto!


—Oh, Dios... —jadeó ella cuando la rodeó por las caderas y la sentó en su regazo. Inmediatamente, él le abrió las piernas y comenzó a acariciar el interior de sus muslos—. El viernes... ¿dónde? —se le nubló la vista.


Pedro le retiró el pelo y le lamió el cuello.


—En mi casa, ¿de acuerdo?


Paula se mordió el labio para silenciar otro gemido.


—Sí... ¿A qué... hora?


—A las siete. ¿Seguro que estás bien? A ver si has cogido un resfriado. No tendrás fiebre... Dile a Pedro que te eche un vistazo.


Paula quiso reírse, pero ese hombre la estaba conduciendo al cielo con su maravillosa boca.


Él le quitó el móvil.


—Hola, mamá... —dijo Pedro, arrastrando los dedos por las caderas de Paula, inquietándola—. Sí, tiene un poco de fiebre... Sí, todo indica que le subirá... Sí... —introdujo la mano por dentro de las medias—. No te preocupes, me encargaré de cuidarla... —le silueteó el borde de la ropa interior.


Pe... Pedro... —no podía respirar.


—Tengo que dejarte, mamá... Adiós, mamá —colgó y dejó el teléfono en la mesa, a su espalda—. Joder, Paula... —la tomó por la barbilla y la obligó a mirarlo—. No te imaginas lo que me haces... Eres tan receptiva... Te toco, te estremeces y me estremeces a mí... —se mordió el labio, conteniéndose.





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