martes, 12 de noviembre de 2019
CAPITULO 64 (SEGUNDA HISTORIA)
En cuanto giró a la derecha en el primer pasillo, su valentía desapareció...
El pánico comenzó a devorarla lentamente. Se arrepintió de no haber cogido el móvil. Se abrazó a sí misma. Su respiración se entrecortó, se le formó un nudo en la garganta y el sudor inundó su fría piel. Se ajustó el abrigo al cuello.
Y se perdió.
Ya debería haberse aprendido el camino, pero se consideraba una inútil en cuanto a la orientación. Giró tantas veces que no supo dónde estaba. Paró y se sujetó a la pared.
Entonces, unos pasos avanzando hacia ella la alertaron. Rezó una plegaria en silencio.
Por favor, por favor, por favor, por favor...
Los pasos se silenciaron. Ella continuó y los pasos, también...
Ay, Dios mío...
Paula chilló, asustada, al apreciar una silueta oscura y grande a lo lejos.
Trastabilló, pero no se cayó, dio media vuelta y corrió. Y un golpe en la pared, a su espalda, la frenó en seco.
—¡Ya basta! —gritó, desesperada, lanzando el gorro al suelo. Retomó la carrera hasta que alcanzó el hall del pabellón de Pedro—. Por fin... —suspiró, temblorosa.
Entró en el dormitorio e inhaló aire hasta que consiguió calmarse.
Alguien llamó a la puerta.
Paula avanzó y abrió, pero no había nadie. Se encogió de hombros y cerró.
Oyó unos pasos, los mismos de antes...
Retrocedió, con el cuerpo vibrando de
pánico. Echó el pestillo.
Pero los pasos se aproximaron a la puerta.
El picaporte se movió.
Paula, aterrorizada, con el corazón en suspenso, atravesó el dormitorio, el baño y el salón, hasta que se introdujo en la sala de billar. No estaba encendida la luz y el manto de la noche ya había empezado a cubrir el cielo estrellado.
No obstante, reconoció una sombra.
—P...Pedro... —tartamudeó.
Su marido, que observaba el exterior a través de la cristalera, se giró al escucharla. Arrugó la frente al percatarse de su angustia y de su palidez.
Entonces, ella corrió hacia él y se arrojó a su cuello, llorando de forma histérica. Pedro la estrechó con fuerza.
—¿Qué sucede, rubia? —su voz se quebró.
Pero Paula no podía articular palabra... Él gruñó, la alzó en vilo y la sentó en la mesa de billar. Ella envolvió su cintura con las piernas y escondió el rostro en su clavícula. Ligeros espasmos agitaron sus extremidades. Pedro le peinó los cabellos con los dedos y se los besó hasta que se relajó.
—Te he echado de menos... —le susurró Paula, con los ojos cerrados, aspirando su aroma a madera limpia y acuática.
Levantó la cabeza y lo miró. Examinó sus ojos, que parecían debatirse en una lucha, cálidos y bravíos a la par. Observó sus labios y los rozó con los dedos, abrasándose por el suave contacto.
Y, de pronto, Pedro gruñó, la sujetó por la nuca, bajó los párpados y la besó con rudeza, penetrándola con la lengua de inmediato...
Ella gimió. Adoraba esa urgencia que lo caracterizaba. Pedro recorrió cada rincón. Jadearon y se detuvieron. Se miraron, cautivados, y volvieron a besarse, pero de manera lánguida, recóndita, íntima... Nunca la había besado de ese modo, como si pretendiera entrar en su alma y robársela, pero sin que se diera cuenta...
La piel de Paula se erizó. Resbaló las manos hacia el trasero de su marido y lo apretó, arqueándose hacia sus caderas. Los dos sollozaron por el movimiento y comenzaron a frotarse el uno contra el otro, sin prisas, apreciándose a través de la ropa. El beso los condujo a la gloria. Las lenguas se acunaban en un baile tan licencioso que los ruidos roncos y agudos que brotaban de sus gargantas crearon su propia melodía. Pedro, además, la
saboreaba con deleite, pero embistiéndola y retirándose enseguida para frustrarla y arrancarle lamentos.
—Rubia —le desabrochó el abrigo y se lo retiró despacio. Lo arrojó al suelo—. He intentado alejarme —suspiró—. Ha sido una tortura...
—¿Por... qué? —logró ella articular.
Pero él no respondió con palabras, sino que le besó el cuello con la lengua y los labios. Paula agarró el borde de su jersey y tiró hacia arriba, llevándose la camiseta consigo.
—Pedro... —tocó sus hombros—. Eres... imponente... —lo acarició a su antojo.
Pero Pedro le atrapó las muñecas y se las elevó por encima de la cabeza, para, acto seguido, quitarle el fino suéter.
—¿Sabes cuántas veces —susurró él, mientras la desnudaba por completo — he soñado con hacerte el amor en la mesa de billar? —la instó a que se tumbara—. Cada condenado segundo de cada maldito día de esta jodida semana, he fantaseado con tenerte aquí —posó los ojos de puro chocolate negro en los de ella—. Justo como ahora... —se agachó y le besó un seno, pellizcándole el otro con los dedos.
—¡Pedro!
Las manos de Pedro siluetearon la cinturilla de sus vaqueros, quitaron los botones y fueron bajando los pantalones, a medida que le lamía la piel expuesta de las piernas. Paula contraía el abdomen y se retorcía sobre el tapete verde de la mesa, cuya aspereza y dureza no percibió, porque él la estaba ahogando en un océano de prodigiosas sensaciones. Su boca era limbo y abismo, dulce y temeraria...
La despojó de toda ropa y se alejó para encender las lamparitas que había en las esquinas de la pequeña estancia. La luz la atontó un instante, pero era tan tenue que se acostumbró enseguida.
Pedro se situó frente a ella y se deshizo de los pantalones y los boxer blancos, admirando cada milímetro de su cuerpo, con la boca abierta, los ojos reluciendo y ladeando la cabeza de un lado a otro. Paula se dobló y arañó el tapete, sintiéndose atractiva y poderosa, pero, también, unas cadenas pesadas e invisibles la mantenían aferrada al billar... y a la mirada egoísta de su guerrero... y al incuestionable dominio que ese hombre ejercía sobre ella.
Él se situó entre sus muslos, tomó sus tobillos y los colocó en el borde de la mesa. La sujetó por la cintura y la pegó a sus ingles. Su intimidad se adhirió a su erección, arrancándole un alarido espontáneo. Él tensó la mandíbula, conteniéndose.
—Muévete —se inclinó hacia sus pechos—. No te avergüences, rubia, no conmigo... Nunca conmigo...
Aquellas palabras la desarmaron y se curvó.
Pedro se apoderó de sus senos, alternando las manos, la lengua y los dientes, a la vez que la golpeaba con las caderas. Sin embargo, Paula necesitaba más...
—Te necesito... a... ti... Pedro... —le dijo, entre gemidos.
—Ya me tienes.
—No... —enredó los brazos en su nuca y lo atrajo hacia ella—. Bésame, por favor...
Él obedeció, pero lo hizo despacio, y solo con los labios. Paula lo buscó, sin embargo, Pedro se retiró, inhalando aire con mucha dificultad y los ojos cerrados. Pararon.
Ella se asustó.
—¿Qué te pasa? —se preocupó Paula, acariciándole el rostro—. ¿Pedro?
—No quiero hacerte daño —confesó en un hilo de voz.
Las lágrimas inundaron las mejillas de ella, lágrimas de felicidad. Sonrió.
—¿Por eso te has alejado de mí estos días? —le preguntó con suavidad.
—Si... —la miró, atormentado—. Si nos acostamos, te haré daño, porque... —tragó—. No puedo ser tierno... Nunca lo he sido contigo. Contigo no puedo ser de otra manera, Paula... Y no sabes cuánto lo siento...
Paula... Mi nombre... Cuánto amo a este hombre...
—¿Y si me encanta que seas un bruto? Será nuestro secreto...
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Me da miedito el tal Mario ...
ResponderEliminarWowwwwwwwwwww, qué intensos los 3 caps. Qué miedo me da el tal Mario.
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