domingo, 24 de noviembre de 2019
CAPITULO 81 (SEGUNDA HISTORIA)
Se apoderaron de sus bocas entre jadeos de alivio y de excitación. Pedro la alzó por la cintura y la sentó a horcajadas en su regazo. Paula le sujetó la nuca.
Ladearon la cabeza y ahondaron el beso como si les fuera la propia vida en ello. Él estaba tan ansioso por acariciarla que introdujo las manos por dentro de su camiseta y no se detuvo hasta alcanzar sus senos, que subían y bajaban de manera frenética por lo exaltada que estaba. Le retiró el sujetador hacia abajo, lo justo para sostenerlos sin obstáculos. Su seductora mujer, tan, pero tan, receptiva, gritó en su boca. Pedro, también. La suavidad de su piel, la abundancia de sus pechos, erguidos al tacto, sensibles, llenos y tremendamente eróticos, lo enajenaron... Le desabrochó los botones de la camiseta y los devoró al descubierto.
—¡Pedro!
—No grites, rubia.
Los amasó, a medida que los mordisqueaba, los lamía y tiraba de ellos entre los dientes. Ella se arqueaba, se ofrecía y se deshacía por él, solo por él... Entonces, Paula descendió las manos por su cuerpo, presionando cada uno de sus músculos, hasta el cinturón, que quitó con premura. Pedro contuvo el aliento cuando le desabotonó el pantalón del traje, abrió la cremallera, metió las manos y tomó su erección con un mimo exquisito.
—¡Joder!
—No grites, soldado —sonrió con picardía.
Y esa sonrisa lo mareó... Aplastó sus pechos con fuerza y se apoderó de sus labios, demostrando la urgencia, el egoísmo y la locura que lo poseían. Paula, adorable y atrevida a la par, le acarició con tierna torpeza. Pedro bajó una mano y cubrió las de ella para guiarla, con movimientos lentos y largos.
Enseguida, ella aprendió y él gruñó una y otra vez, resoplando en su boca y embistiéndola con la lengua al mismo ritmo que sus caricias. Curvó las caderas, incapaz de parar, mientras dirigía una mano al interior de los pantalones de Paula, que se sostenían a sus caderas por una cinta elástica; la introdujo por dentro de sus braguitas y encontró su tesoro.
—Pe... Pedro... —sollozó, aumentando la cadencia de sus manos sin darse cuenta, incitándolo a él a imitarla.
—¿Te gusta, rubia?
—No pares... —echó hacia atrás el cuello.
—No te... imaginas cuántas veces... he soñado... contigo así... —articuló Pedro, obligándose a pensar con lucidez, pero le resultaba casi imposible—. Dos semanas, joder... —le chupó el cuello—. Quince días sin besarte... — sopló adrede—. Quince días sin verte...
Paula emitió un suspiro agudo y discontinuo, mirándolo con los ojos vidriosos y anegados en lágrimas, sin dejar de tocarlo... sin dejar de tocarla...
Cuando él no lo resistió más, se levantó con ella en brazos y caminó hacia el rincón más oscuro de la sala, donde apenas existía luz. La desnudó de cintura para abajo, la alzó por el trasero y la observó, en suspenso.
—Quince días sin amarte como un bruto...
Y se enterró en su interior de un solo empujón.
—¡Oh, Dios! —gritó Paula, ebria de deseo y placer, envolviéndolo con los brazos y las piernas.
Sus pechos tensaban su camiseta blanca del uniforme. Enseguida, se la desabotonó. Ambos jadearon.
—Joder, eres tan dulce... —resopló Pedro de nuevo, entre roncos gemidos —. Llevo dos años... cuatro meses... tres semanas y seis días... queriéndote solo... a ti...
Paula lo miró, conmocionada por su confesión.
Las lágrimas bañaron su rostro. Él paró, aunque no se separó ni retrocedió. Temblaban.
—Solo te quiero a ti, Paula...
—Pedro... —lo cogió por la nuca con las dos manos y lo observó, llorando —. Perdóname... Yo... —tragó—. Necesitaba... —tragó de nuevo—Necesito... Yo... —suspiró. La tristeza la inundó—. Todavía duele...
—¿Qué hago para que deje de dolerte... por favor? —le rogó, desesperado por hacerla feliz de una vez.
—Amarme, soldado, cada día... —sonrió, ruborizada. El centelleo parpadeante de sus ojos lo encandiló—. Amarme ahora... —movió las caderas —. Y prometerme que no... —se balanceó, incitándolo— te cansarás... —se meció, buscándolo— de amarme... —lo apretó con los muslos— nunca... —le acarició el rostro—, mi guardián...
Pedro rugió, orgulloso, y obedeció.
—Te lo prometo... —la inmovilizó, sosteniéndola por las caderas, se retiró por completo y la penetró con rudeza—. Cada día... —repitió la acción—. Te lo prometo... mi rubia...
—Tu rubia...
Cayeron al suelo cuando el clímax los consumió.
Y continuaron abrazados hasta tiempo después de recuperarse. Él respiraba en su pelo, la coleta se había deshecho y los mechones habían volado en desaliño. Ella inspiraba y exhalaba en el hueco de su clavícula.
No obstante, un escalofrío invadió a Paula, que suspiró y levantó la cabeza.
La tristeza cruzaba su precioso rostro. Un pinchazo atravesó el interior de Pedro. Le abrochó la camiseta para que se sintiera más cómoda.
—Pedro... —desvió la mirada y se mordió el labio—. No quiero más tiempo ni más espacio.
—Ay, rubia... —se rio y se pusieron en pie—. ¿A qué hora acabas la guardia?
Adecentaron sus ropas.
—A las seis.
—Yo, también —la tomó de la mano y la giró, para arreglarle la coleta—. Iré a buscarte para volver juntos a casa.
Salieron al pasillo y entraron en el ascensor. Se observaron un segundo y estallaron en carcajadas, recordando cierto elevador, de cierto hotel, de cierta gala...
Pedro la cogió de las muñecas y tiró. Ella le rodeó el cuello. Tenía el claro aspecto de haber hecho el amor unos minutos atrás: le brillaban los ojos, su tez resplandecía y su sonrisa transmitía una dulce embriaguez. Él le rozó las mejillas con los nudillos, hipnotizado por su belleza. Ella se alzó de puntillas y lo besó, despacio. Pedro gimió, la abrazó por la cintura, subió las manos por su espalda hasta atraparle la coleta y la nuca, y siguieron besándose sin percatarse de que el ascensor se había detenido en la quinta planta, que las puertas se habían abierto y que varias personas los observaban, alucinadas.
Continuaron besándose en su burbuja particular...
—Ejem... —carraspeó alguien.
Pararon de golpe y buscaron al intruso: Paula, que ocultaba la risa.
—Pensé que os habíais matado —comentó su hermano, cruzándose de brazos—. Y no me he equivocado —les guiñó un ojo.
Paula se apartó, avergonzada; Pedro continuó recostado en la pared, tan aturdido que, por más que parpadeaba, no lograba enfocar la visión ni estabilizar sus constantes vitales.
—Bueno, yo... —dijo ella, retorciéndose las manos—. Luego nos vemos, Pedro.
Él se acercó, la rodeó por la cintura y le estampó un beso rápido y duro en la boca.
—Luego nos vemos, rubia —la soltó y retrocedió.
Paula suspiró de manera irregular y con los ojos velados por el deseo. Bruno, carcajeándose, tuvo que arrastrarla porque no se inmutaba. Pedro sonrió con travesura y le guiñó un ojo a su mujer, que le devolvió la sonrisa.
Salieron los tres del elevador. Él se dirigió a las escaleras. Se giró para mirarla una última vez antes de marcharse, pero ella ya estaba hablando con Harold Walter, neurocirujano de reputada experiencia, de cuarenta años y divorciado. Era rubio, de ojos azules, alto y de complexión atlética. Tenía fama de ser un hombre de intachable educación, responsabilidad y caballerosidad.
Harold le susurró algo a Paula que le arrancó una risa que condenó a Pedro.
Gruñó y avanzó hacia ellos. La abrazó desde atrás.
—Walter —saludó él, rígido.
—Alfonso —contestó, escueto, serio y con una ceja enarcada.
Se conocían y se llevaban fatal.
—Luego vengo a buscarte, rubia —le recordó, en un tono íntimo, antes de besarle la mandíbula.
Paula le sonrió y asintió. Le besó castamente los labios y se separó. Él frunció el ceño, pero accedió a regañadientes, pues no era el lugar ni el momento para marcar territorio, y regresó a su despacho, celoso y rabioso. Su mujer era demasiado bonita como para pasar desapercibida entre la población masculina, sobre todo, en el hospital, donde pasaba la mayor parte del día. Su aroma a mandarina, sus apetitosas curvas, su cara celestial, su seguridad en sí misma...
¡Es preciosa, joder!
Se dedicó a rellenar unos informes, pero estaba tan nervioso que sacó el móvil del bolsillo y ojeó las fotografías de Gaston y de ella. Su interior se llenó de una paz inmensa.
Mi familia...
Un regocijo invadió sus entrañas, estrujó su corazón y apresó su garganta.
Una lágrima, que no se molestó en secar, descendió por su pómulo. Le envió su imagen favorita.
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Al fin volvieron. Muy buenos los 3 caps.
ResponderEliminarTremenda reconciliación! Jajaja
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