lunes, 25 de noviembre de 2019

CAPITULO 84 (SEGUNDA HISTORIA)




—Joder... —silbó Pedro, atónito.


—No es para tanto —murmuró Paula, avergonzada y con las mejillas arreboladas.


¡Que no es para tanto, dice! No llegamos al restaurante...


Él, boquiabierto, analizó a su mujer como si se tratase de la octava maravilla del mundo. 


Caminó alrededor de ella lentamente. Llevaba una falda negra de tubo, con una abertura en la parte trasera y ceñida desde la cintura hasta debajo de las rodillas, del estilo del uniforme de oficina de las secretarias en los años cincuenta; la exquisita prenda acentuaba la curva de su cintura, marcaba sus nalgas y aportaba al sencillo atuendo una elegancia admirable.


Joder... Voy a regalarle un armario entero solo de estas faldas...


Había elegido una camisa vaquera, muy clara, entallada, ajustada en el pecho, que se había remangado en los antebrazos, desabrochado en el escote, lo justo para insinuar sin enseñar, y se la había colocado por dentro de la falda. Los altos tacones negros con la punta dorada eran clásicos, pero, a la vez, sofisticados. Dos brazaletes dorados tintineaban en su muñeca izquierda, pues se tiraba de la oreja con evidente nerviosismo.


—¿Dónde has dejado tu seguridad, rubia? —le susurró en el oído—. Soy yo quien tiene que temblar, no tú. Y te aseguro que estoy a punto de sufrir un infarto... —contempló su trasero, fascinado y cautivado—. Vaya culo que te hace esta falda...


No pudo evitarlo, levantó la palma y la dejó caer sobre su nalga derecha.


El sonido y el brinco de ella lo dejaron sin aliento. Rose fue a frotarse, pero Pedro se le adelantó, acariciándola con las dos manos.


Y ella gimió...


Desesperado, la abrazó por las caderas y la pegó a su cuerpo, duro como el granito de lo excitado que estaba. Cerró los ojos e inhaló el aroma a mandarina que desprendían sus cabellos, rizados de forma salvaje. Se separó, la agarró del brazo y la giró. Como la falda era tan estrecha, Paula trastabilló por el rápido movimiento, pero él la sostuvo con firmeza. El carmín de su boca lo remató de deseo.


Como la beses, sí que no habrá restaurante que valga...


Ella sonrió, mordiéndose el labio inferior, con los pómulos sonrojados.


Pedro se inclinó y se detuvo a un milímetro de distancia.


—Esta noche —le susurró él, con voz aterciopelada—, aprovechando que Gaston duerme con mis padres, que Bruno y Mauro tienen guardia y que Zai y Caro se quedan con su familia, es decir —contempló sus ojos vidriosos—, que tenemos la casa para nosotros solos, te haré el amor durante horas hasta que no puedas más.


—¿En... la cama? —preguntó, entre resuellos entrecortados.


Pedro le rozó los labios con los suyos y sonrió.


En la cama —accedió él—, si llegamos...


Se apartó, cogió la capa negra de ella y la desplegó para ponérsela como todo un caballero, conteniéndose para no arrancarle la ropa, colgarla en su hombro como un animal y lanzarla a la dichosa cama para venerarla sin parar.


Se colocó su abrigo azul oscuro, entallado, hasta las rodillas. Abrió la puerta, le cedió el paso y cerró con llave. Bajaron en silencio hasta el garaje. La ayudó a montar en el Aston Martin y, a continuación, se sentó en el asiento del conductor.


Estaba demasiado alterado... Le vibraba el pie en el acelerador. Condujo hacia el barrio de North End, donde estaba el restaurante italiano en el que había trabajado Paula cuando se había mudado a Boston. Se le consideraba el
barrio más entrañable de la ciudad, de influencias italianas y con gran reputación culinaria; los edificios eran de ladrillo rojo y persianas negras, y los establecimientos poseían toldos verdes, y terrazas en los días calurosos.


Aparcaron a pocos pasos del local.


—Espera —le pidió él al apagar el motor.


Descendió del coche, se ajustó el abrigo en el cuello, aunque apenas sentía el frío por el fuego que recorría su interior, rodeó el coche y le abrió la puerta.


Extendió una mano. Su esposa aceptó el gesto y salió del deportivo. Estaba tan ruborizada que Pedro tuvo que ocultar una risita.




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