viernes, 6 de diciembre de 2019
CAPITULO 121 (SEGUNDA HISTORIA)
Logró alzar los párpados, a pesar de que le pesaban una barbaridad. Vio a Bruno, de perfil a ella, ojeando unos papeles, con la bata blanca.
Paula observó el lugar. Estaba en el hospital, tumbada en una de esas camas individuales para los pacientes de Urgencias, con una cortina blanca que la aislaba del resto.
—¿Bruno? —pronunció en un tono ronco.
Su cuñado la miró y sonrió. Tenía ojeras, sus cabellos parecían haber sufrido un huracán, pues en vez de poseer su característico desaliño, estaban hacia arriba en desorden, y su rostro reflejaba cansancio. Apoyó las caderas en el borde de la cama.
—Pedro tiene razón: eres la Bella Durmiente —le retiró un mechón de la frente—. ¿Recuerdas algo?
Paula se restregó los ojos. Respiró hondo. Se contempló a sí misma. Estaba vestida con sus vaqueros y su jersey largo de cuello alto, aunque sin zapatos.
Su brazo derecho estaba remangado y había un apósito sujeto al interior de su codo con un esparadrapo.
—¿Qué ha pasado?
—Te desmayaste hace cuatro horas —su sonrisa se tambaleó—. Tuve que echar a Pedro de aquí por lo nervioso que estaba, pero le diré que entre.
Pedro entró escasos segundos después. La preocupación en su atractivo semblante apuñaló su corazón. Y recordó la discusión. La tristeza la devoró, y los remordimientos por haber sido tan inmadura e injusta con él... No podía reprocharle haber mantenido el secreto por su hermano Mauro, Paula hubiera actuado igual en su situación.
La imbécil soy yo... Pero ¡qué me pasa! ¡Desde cuándo pierdo los nervios de esa manera y sin motivo!
Pedro se detuvo a gran distancia, precavido por una posible mala reacción por parte de ella. Los hombros de Paula comenzaron a convulsionarse y se echó a llorar, levantando los brazos hacia él, quien suspiró como si expulsara una pesada carga. La acunó con inmenso cariño mientras le acariciaba el pelo.
—Joder, rubia... Nunca sé cómo vas a reaccionar... Qué susto me has dado...
—Tienes razón... Fui una cría... Lo siento... —se disculpó entre hipidos.
—No —la apretó con fuerza—. Tú eres quien tiene razón. Debí habértelo contado, y más sabiendo lo que Zaira significa para ti. He sido un imbécil. Perdóname... —el tono que utilizó fue débil, incluso tembló.
Ella se acurrucó en su regazo, necesitada de su protección. Bajó los párpados y aspiró su inconfundible aroma a madera acuática, el mejor rincón del mundo...
—No me gusta discutir contigo —susurró Pedro, con los labios en sus cabellos—. No me gusta que me digas que necesitas pensar. No me gusta verte llorar, y mucho menos por mi culpa. No me gusta que te pongas mala. No me gusta que te desmayes —la sujetó por la nuca y le secó las mejillas con los dedos—. Y no vuelvas a decir que se acabaron los secretos entre nosotros. Otra norma...
—Añadida a la lista —concluyó por él—. Lo siento, Pedro... —se estremeció—. Creo que sentí celos... —agachó la cabeza, estrujándole el jersey a la altura de los pectorales—. Soy una tonta...
—¿De qué sentiste celos? —frunció el ceño.
—De tu hermano... —declaró Paula, abatida, y volvió a llorar. Inhaló aire repetidas veces hasta que se relajó, pero su interior estaba revuelto—. Me alteré por Zai, sigo pensando lo mismo que te dije, pero también... —suspiró de manera discontinua—. No me gustó que guardaras un secreto con alguien que no fuera yo. Soy una estúpida... Lo siento, de verdad...
Me muero de la vergüenza... ¡Tonta! ¡Te has lucido! Tanto numerito, ¿por esto? Increíble...
Pedro le alzó el mentón.
—No sientas celos de nadie, porque mi secreto solo es tuyo, de nadie más.
—¿Y cuál es tu secreto? —su corazón frenó en seco.
—Yo, rubia. Yo soy tu secreto y tú eres el mío —le rozó la nariz con la suya—. Y lo que sentimos es nuestro secreto —tragó, emocionado—. Te amo...
—Yo también te amo, mi guardián... —le envolvió el cuello con los brazos, sentándose a horcajadas sobre él, que la correspondió enterrando la cara en su pelo.— ¿Puedo pasar ya? —preguntó Bruno, asomando la cabeza por el hueco de la cortina.
La pareja, ruborizada, lo miró y asintió, aunque no se movieron, sino que permanecieron en la misma postura. Bruno se sentó en un taburete giratorio.
—Bueno, Paula —dijo, con los papeles en una mano y su pluma estilográfica en la otra—, ya tengo el resultado de tu análisis de sangre —
observó la primera hoja, concentrado, mordiéndose un lateral de su labio inferior, un gesto que hacía mucho sin darse cuenta—. ¿Te has desmayado más veces?
—Sí —contestó Pedro, muy serio—, al día siguiente de la boda.
—Y eso de que eres la Bella Durmiente... —sonrió Bruno—, ¿desde cuándo te sucede? ¿O has sido siempre muy dormilona? —le guiñó un ojo, divertido.
Paula pensó la respuesta.
—En realidad... —ladeó la cabeza—. Desde que regresé a Boston he dormido más de la cuenta. ¿Por qué?
—¿Qué tal tu última regla? —la interrogó Bruno, arrugando la frente.
Ella y su marido se tensaron.
—Fue un poco rara —frunció el ceño.
—¿Rara? —repitió Bruno, arqueando las cejas—. Cuéntame.
—Sí —asintió—, manché mucho más de lo normal y me sentí muy débil.
—¿Cómo van tus dolores de cabeza? —continuó Bruno, cada vez más grave en el tono y en la expresión.
—¿Se puede saber a qué vienen tantas preguntas, joder? —estalló Pedro, quitándole los papeles a su hermano de malas maneras. Hojeó los resultados de la analítica. Frunció el ceño.
—¿Qué pasa? —exclamó ella, asustada.
—Tienes anemia, Paula—anunció Bruno, sin sonreír—. Voy a recetarte unas ampollas de hierro. Durante un mes, tómate una por la mañana y otra por la noche, ¿de acuerdo?
—Esto no es anemia, es un pozo seco —gruñó Pedro, entregándole los papeles a su hermano.
—¿Tomas algún medicamento desde hace poco, Paula? —quiso saber Bruno—. Dices que los dolores de cabeza los tienes desde que volviste a Boston.
—La píldora. Empecé a tomármela antes de volver a Boston. Dejaré de tomármela, está claro que no me sienta bien.
—Prueba a ver —sonrió Bruno, aunque sin alegría.
A pesar de encontrarse mejor, excepto por la cabeza, que aún le dolía, Bruno la mandó a casa, prohibiéndole hacer guardias, además de aconsejarle que cuidara su alimentación y no olvidara tomarse las ampollas de hierro.
Al día siguiente, Paula y Bruno comieron un sándwich en la cafetería del
General, con Catalina y Juana, que los visitaron porque estaban haciendo unas compras por el barrio.
—¿Dejaste ya la píldora? —se interesó su madre.
—Sí, hoy ya no me la he tomado, pero me siento igual.
—Porque solo ha pasado un día —le aseguró Bruno, serio. Todavía no había sonreído desde el interrogatorio por el desmayo—. Es pronto. Y lo mismo pasa con las ampollas. Tienes una anemia muy grande, Paula, ese pozo, como lo llamó Pedro, debe llenarse.
Ella se tocó la sien, haciendo una mueca.
—¿Todavía te duele? —se preocupó él, profundizando la arruga de su frente.
—Un poco —mintió, le molestaba más que un poco, por desgracia.
En ese momento, las mujeres de la sala comenzaron a cuchichear. Paula se giró y lo vio.
Y suspiró. Se le cayó el sándwich a la mesa.
Pedro caminó hacia ellos con su sonrisa traviesa, su espalda erguida, su seguridad intachable, su atractivo imponente y sus relampagueantes ojos del puro chocolate líquido.
Y ella se mareó, literalmente. Parpadeó hasta enfocar la visión. Él se percató y frunció el ceño.
—¿Estás bien? —le preguntó Pedro, arrodillándose a sus pies y tomándola de las manos—. Estás pálida y fría.
—Gracias por el halago —bromeó, dedicándole un amago de sonrisa—. Solo se me ha nublado la vista un segundo. Será por lo guapo que eres, pero no te lo creas mucho que luego tu ego me echa.
Ambos se rieron.
—Por cierto —le dijo él, sentándose a su lado, sin soltarla—, he estado pensando... —carraspeó, incómodo—. Si quieres ver a Howard, iré contigo.
—¿De verdad?
—Hay algo que tienes que entender —sonrió, entristecido de repente—. Howard sigue enamorado de ti. Lo sé. Me di cuenta en la gala, me fijé en cómo te miraba. No te digo esto por celos, sino por lo duro que debe de ser para él verte feliz al lado de otro. También lo sé porque así me sentí yo en la boda de Mauro —la observó unos segundos, callado. Y añadió—: Quizás, no es prudente que retomes la amistad que teníais, por el bien de él —gruñó—. Y también por el mío, porque no soportaré que ningún otro te toque, ¿entendido?
Tan blanco y negro... Me encantas, Pedro, tú y tus extremos...
—Podríamos ir después del trabajo —le sugirió Paula—. Se hospeda en su hotel. Está muy cerca de aquí.
Y eso hicieron. Recogieron a Gaston del apartamento al terminar su jornada laboral y pasearon hasta el Hotel Cas, propiedad del empresario Ariel Howard. Se llamaba así por la abreviatura de Castle, pues era un castillo de
piedra gris con seis torres en el exterior, y lujo y modernidad en el interior.
Entraron en el hall, muy luminoso, con mobiliario blanco mate, sillones de piel, alfombras y cortinas negras, de techos altos y suelo brillante.
El uniforme de los empleados era rojo y gris; las mujeres llevaban faldas lápiz y tacones; las chaquetas variaban en función del rango de los trabajadores en cuanto a número de botones y el cuello. La familia Howard era muy minuciosa en los detalles y el protocolo.
Dos ascensores se ubicaban en el centro, de frente a las tres puertas principales, y, a ambos lados de los mismos, comenzaba la gran escalera de mármol italiano, cuyos extremos curvados se unían en la mitad.
Ella guio el carrito del bebé directamente hacia el despacho de Ariel, detrás de la escalinata.
Continuaron por un pasillo hasta el final, donde giraron a la derecha y se toparon con una puerta de acero, de acceso restringido, que poseía un aparato en el que había que introducir una clave.
Su marido gruñó al verla teclear cuatro dígitos que se sabía de memoria. Paula lo miró y se echó a reír, pero, al volver el rostro para saludar a Howard, se le borró la alegría de golpe.
—Melisa...
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Qué lío se armó y que encuentren a Melisa no me gusta nada.
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