domingo, 9 de febrero de 2020

CAPITULO 156 (TERCERA HISTORIA)





Él la acompañó al sofá, al salón, y le preparó una infusión para su alterado estado. Mientras Paula se la bebía, su novio se dedicó a limpiar el
dormitorio. Quitó las sábanas usadas, la colcha y las fundas de los cojines y de los almohadones. Lo metió en bolsas para tirarlo todo a un contenedor en la calle. Después, comprobó que el resto del loft no tuviera mayores incidentes y se sentó a su lado con el portátil en las piernas. Estuvo unos minutos con los dos iPhone conectados al ordenador. Al terminar, restauró su teléfono antiguo, lo apagó y sacó la tarjeta, que rompió con unas tijeras en la cocina.


—Tendrás que decirles a tus padres el número nuevo, el del iPhone rosa.


—Quería el rosa solo para ti... —asintió con pesar.


Pedro sonrió y la besó en los labios con dulzura.


—Pues compraremos un número nuevo. Y el rosa será solo para nosotros.


—El uno para el otro... —suspiró ella.


—El uno para el otro, muñeca.


A continuación, telefonearon a un servicio de cerrajería y esperaron a que cambiaran la cerradura.


—Convendría cambiar también la del edificio —le comentó él—. Voy a decírselo a Adela. Yo me ocuparé de los gastos —la besó en los labios—.
Dile al hombre, si termina antes de que yo suba, que me espere.


Dos horas después, la joven pareja le entregaba a la señora Robins varias copias de la llave principal del edificio para los inquilinos y alguna de sobra para la propia Adela. Le explicaron que había robos en el vecindario y que el cerrajero les había aconsejado cambiar la cerradura. La anciana se lo creyó sin preguntar ni desconfiar.


Y compraron un nuevo número de móvil, tarjeta que introdujeron en el iPhone negro, junto a una carcasa de color blanca, iniciando así su nueva vida.


—Bueno, creo que ahora sí podemos empezar con la mudanza, ¿te parece? —le comentó Pedro.


Ella afirmó con la cabeza. Él se encargó de pedir cajas de cartón en los establecimientos del barrio, al tiempo que Paula se dedicaba a organizar sus pertenencias encima de la cama.


Era de noche cuando cerraron la última caja con cinta adhesiva. Se desplomaron en el colchón, agotados. Ella se hizo un ovillo y su novio la abrazó, se quedaron dormidos.


Al día siguiente, se despertaron temprano para empezar cuanto antes.


—¿Tienes plaza para el coche? Yo tengo dos, como mis hermanos.


—Tengo una preciosidad de coche, doctor Pedro, pero no tengo plaza.


Él se echó a reír.


—Pues vamos a ver esa preciosidad de coche, muñeca —le azotó el traserocon suavidad, juguetón—. Aunque dudo de que sea tan bonito como tú.


Ella brincó, encantaba. Había amanecido sin recordar las amenazas de Ramiro, por lo que se sentía feliz. Sacó las llaves del Mini, guardadas en la mesita de noche de la habitación, y salieron a la calle.


Sin embargo, el coche no estaba donde lo había aparcado antes de irse a Los Hamptons, cerca de la puerta del edificio, en la misma calle.


—No está —palideció—. ¿Dónde está mi coche?


—A lo mejor, lo dejaste en una calle paralela. ¿Cómo es?


—Es un Mini Cooper de color verde botella, descapotable y con el número diecisiete en las puertas laterales. ¡No está! —se llevó las manos a la cabeza —. ¡Ha sido Ramiro! ¡Lo sé! —se fijó en las llaves que tenía, con llavero de la marca Mini—. ¡Estas son las de repuesto! ¡Yo no uso llavero! ¡Lo quité cuando me lo dieron! ¡¿Dónde está mi coche?! ¡Maldito seas, Ramiro!


Pedro la sujetó por los hombros.


—Lo encontraremos.


Entrelazó una mano con la suya e iniciaron la búsqueda, recorriendo varias manzanas alrededor del edificio. Probaron en los aparcamientos subterráneos de la zona.


Nada.


—Llama a tu padre —le aconsejó él—. Quizás sepa dónde está.


—Nadie ha entrado en mi casa, excepto Ramiro—sacó el móvil del bolsillo trasero del short vaquero que vestía—. Solo ha podido ser él. Telefoneó al abogado, que descolgó al instante.


—Ramiro Anderson, ¿en qué puedo ayudarlo? —dijo de carrerilla desde la otra línea.


—¡¿Dónde está mi coche?! —le exigió, a gritos.


Silencio.


Risas maliciosas.


—¡Contesta, Ramiro!


—Digamos que Clara tuvo un pequeño incidente con el Mini. Está en el taller.


—¡¿QUÉ?! —inhaló una gran bocanada de aire—. ¿En qué taller?


Anderson le dio el nombre y la dirección del taller, a las afueras de la ciudad.


Pedro y Paula se dirigieron al ático, montaron en el todoterreno y partieron rumbo al taller.


Y resultó que el pequeño incidente fue una colisión contra otro automóvil, según les explicó el dueño, que rompió la luna delantera y los faros y abolló la puerta del conductor y el capó. Todavía estaban esperando las piezas nuevas.


Pedro se encargó de charlar con el propietario del taller porque a ella le sobrevino un ataque de rabia. Lo esperó en el Mercedes llorando de indignación y frustración. No podía continuar así. La situación debía terminar.


—Hasta que no les lleguen las piezas... —comenzó su novio al sentarse a su lado, pero se detuvo al percatarse del estado de ella—. Pau... —la abrazó con infinita ternura.


—¡Estoy harta! ¡Ya no puedo más!


—Esta noche cenamos con tus padres. Hablarás con ellos. Yo estaré contigo —la besó en el flequillo y secó sus mejillas con los pulgares. Sonrió —. Eres la muñeca llorona más bonita del mundo.


Paula suspiró y le peinó los cabellos desaliñados con los dedos.


—¿Qué haría sin mi héroe?


Se besaron en los labios y regresaron al loft. 


Cargaron el coche de cajas y maletas. Como el todoterreno era muy grande, tumbaron los asientos traseros y no hizo falta un segundo viaje.


—Vendré la semana que viene para hablar con usted, señora Robins —le indicó Paula a la anciana—. Tengo que organizar primero mis clases.


—Disfruta de tu nuevo hogar —declaró Adela, emocionada, apretándole las manos con cariño—. Nos veremos a menudo, pero no será lo mismo —se abrazaron.


—Cualquier cosa que suceda —le indicó Pedro a la señora Robins—, tienes mi móvil.


—Sí, muchacho —lo besó en la mejilla—. Nos vemos la semana que viene.


Los tres sonrieron y se despidieron.


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