lunes, 10 de febrero de 2020

CAPITULO 159 (TERCERA HISTORIA)




—Mamá, no... —comenzó Paula.


—Espérame en el coche —la interrumpió Pedro, incorporándose del taburete, serio.


Ella, con los luceros brillando en demasía, asintió y se marchó, sin despedirse de su madre, con la cabeza agachada y los hombros hundidos.


—Seré rápido —anunció él, observando a Karen con gravedad—. Escuche a su hija, señora Chaves. Gracias por la invitación.


Cuando Pedro se dio la vuelta para salir, la mujer habló:
—Te apreciaba —confesó en voz baja—. Jamás te culpé por la muerte de Lucia. Y lo que hiciste por Paula... La cuidaste sin descanso. Te entregaste a ella hasta en tus horas libres. Tampoco cogiste vacaciones. Lo sé porque te vi en su habitación todos los días durante el tiempo que estuvo en coma. Lloré muchas veces y tú me consolaste. Te conté cosas de Paula. Me apoyé en ti. Y me equivoqué.


Aquello lo sobresaltó. Se giró y la miró preocupado.


—Como médico eres el mejor que he conocido —continuó la señora Chaves, parpadeando para mitigar las lágrimas—, pero como persona... —
tensó la mandíbula—. Cuando Paula recibió el alta completa, te metiste en su vida y no te correspondía ser más que su antiguo médico —lo apuntó con el dedo índice—. Te metiste en su relación de pareja, una pareja a punto de casarse. Te metiste en su relación con su familia, porque esta mala situación que reina en esta casa es por tu culpa —sus ojos, del mismo color que los de su hija, transmitieron un horrible rencor—. Nunca será feliz contigo, porque, mientras esté contigo, esta familia no se arreglará. Yo jamás aceptaré vuestra relación. Paula no gritaba, no se revolucionaba, no contestaba de malas maneras, no mentía y mucho menos nos decepcionaba. Era una buena niña hasta que te metiste en su vida.


Él tragó el grueso nudo que se le formó en la garganta. El pecho le ardía.
—No voy a separarme de ella porque la amo... —dijo Pedro en un hilo de voz.


Pues tu amor es dañino si lo que provoca es sufrimiento, como es el caso. Solo hay que mirar a Paula para ver lo feliz que es... —ironizó, haciendo un ademán.


Pedro suspiró, más calmado.


—El día que le firmé el alta completa —comenzó Pedro en un tono relajado —, Paula me preguntó si alguna vez había sentido que mi vida no era mi vida, sino escenas que tenía que vivir para no defraudar a los que quiero. Cuatro días después, me reconoció que no estaba enamorada de Ramiro, pero que no rompería el compromiso porque no quería decepcionar a sus padres, que sus padres lo adoraban como a un hijo, que sus padres ya habían perdido a una hija y que no podía causarles más dolor si cancelaba la boda —inhaló aire y lo expulsó lentamente—. Prefería ser infeliz con tal de que sus padres fueran felices. Y sí, lo reconozco —se golpeó el pecho con la palma—, me metí en su relación porque me enamoré de ella mucho antes de que despertara del coma. Y porque no soportaba verla tan perdida. Lo estaba. Y lo sigue estando cada vez que discute con su madre, una mujer que prefiere creer las mentiras de un desconocido a la verdad de su propia hija.


—Ramiro no es ningún desconocido. Ramiro...


—No se moleste, señora Chaves—la cortó, sin alterarse—. A mí no tiene que convencerme de nada. Si hubiera visto lo que yo he visto y lo que más gente ha visto, Ramiro no pisaría esta casa nunca más. Pero no seré yo quien se lo diga. Paula no quiere contarles cómo es el verdadero Ramiro y yo no soy nadie para oponerme —permaneció callado unos segundos—. No me separaré de ella. Lo haré, si Paula deja de quererme algún día —sonrió con tristeza—. ¿Sabe qué piensan mi madre y mi abuela de usted?


Karen dio un respingo. Se estrujaba la camisa en el pecho.


—Que tiene miedo, señora Chaves, miedo de perder a su hija porque Paula no ha hecho otra cosa que apoyarse en mí desde que se curó, no en usted. Y, sinceramente —arqueó las cejas—, creo que tienen razón. Al principio, me negué a creer que una madre se comportase así hacia su hija por miedo, pero ahora me doy cuenta de que es cierto, si no, ¿por qué tanto afán en que se case con Ramiro si sabe perfectamente que su hija no lo ama? Yo le respondo a esto... —suspiró—. Porque a Ramiro lo ve a diario desde que entró a trabajar en el bufete de su marido. Porque a Ramiro cree tenerlo en la palma de mano, cree dirigirlo a su conveniencia, que no es otra que tener a Paula pegada a su lado, la única hija que le queda, una hija a la que, en los últimos cuatro años, ha visto apenas unos pocos meses. »Y digo cree, ¿sabe por qué? Porque es justo al revés —se rio sin humor —. Es Ramiro quien maneja, quien miente y quien manipula. Y usted no se da cuenta de ello porque no hay peor ciego que el que no quiere ver, señora Chaves. Y, como diría mi hermano Manuel, tengo una teoría al respecto, pero, de
momento, me la guardaré para mí —se acercó—. Solo deseo hacer feliz a su hija porque Paula no se merece otra cosa —sonrió con dulzura—. Paula es pura bondad y lleva sin sonreír desde que murió su mejor y única amiga: su hermana. No solo ustedes perdieron a Lucia, Paula perdió a su alma gemela. ¿Sabe por qué eligio Shangái como primera parada en su viaje a China? Porque era el sueño de Lucia.


Karen se cubrió la boca, ahogando un sollozo.


—Lucia quería ser una aventurera —declaró Pedro en voz baja, casi un susurro—. Lucia tenía un sueño. No iría a la universidad, leería todos los libros de Historia del mundo y esperaría a que Paula acabase Derecho para
marcharse las dos juntas en busca de aventuras. Nunca se casarían y morirían el mismo día siendo unas viejecitas solteronas en alguna aldea perdida. Y quería empezar su sueño en Shangái...


La mujer lloró sin emitir ruido. Luchaba por no hacerlo, tragaba repetidas veces, pero se convulsionaba y respiraba con dificultad. Vulnerable. Perdida...


—Y si me metí en su vida —insistió él, vehemente— fue también porque sentí que Paula me necesitaba tanto como yo la necesitaba a ella. Sé lo que es sentir que nunca puedes defraudar a nadie. Sé lo que cuesta levantarse después de una caída. Puedo y quiero cuidar de Paula. Y lo haré siempre. Y, lo siento mucho por usted, señora Chaves, pero nada ni nadie me separará de ella, a no ser que Paula me lo pida mirándome a los ojos. Y rezo a diario para que eso no ocurra jamás, porque, si eso sucediera, si Paula dejase de quererme, le
aseguro que me moriría... —se estremeció ante tal pensamiento—. Hable con ella. Escúchela —suspiró—. Buenas noches, señora Chaves. Lamento mucho el rumbo que ha tomado la cena. De verdad que huele muy bien.


Y se fue.


Se montó en el coche y acarició la rodilla de su muñeca, que se había adormecido esperándolo. Ella se sobresaltó. Pedro sonrió.


—¿Adónde vamos? —le preguntó Pedro, arrancando.


—A casa... —lo observó sin pestañear, como abstraída—. A nuestra casa...


—Me gusta cómo suena —le guiñó un ojo y se incorporó a la calzada—. Nuestra casa.


Esa noche no cenaron, ni charlaron entre ellos. 


Se tumbaron en la cama sin desvestirse, tan solo se descalzaron, y contemplaron el cielo, abrazados y en silencio, hasta que el sueño los atrapó.


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