viernes, 21 de febrero de 2020

CAPITULO 196 (TERCERA HISTORIA)





Subieron a la cuarta y última planta del edificio con las manos entrelazadas. Al abrir la puerta, ella sollozó, al igual que Zaira y Rocio...


Estaban allí. Todos. Las tres amigas se reencontraron a mitad de camino.


Mauro y Manuel también la recibieron con cariño. Y Catalina, Samuel, Miguel y Ana.


—Mi niña... —le dijo la abuela Alfonso, abrazándola entre lágrimas.


—Gracias... —le susurró Paula, incapaz de hablar con normalidad—. Gracias... Gracias...


—No, tesoro —le acarició las mejillas, secándoselas con adoración—. Gracias a ti por 
ser tan maravillosa.


Pedro se emocionó, no pudo evitarlo.


La familia Alfonso se marchó y la pareja se fue al dormitorio. Ella se lanzó a la leona blanca de peluche en cuanto la vio en la cama, soltando un chillido de júbilo que lo dejó sordo. Él se echó a reír y se sentó a su lado.


Pedro la agarró por las caderas y la acomodó en su regazo.


—Mi muñeca... Mía... Solo mía... Por fin... —inhaló su fresco aroma floral —. Odio que te recojas el pelo de esta manera —procedió a retirarle todas las horquillas, deshaciéndole el moño.


Una sedosa cascada oscura le robó el aliento. 


Sin perder tiempo, se levantó y tiró de Paula para que lo imitara. La giró y le retiró los infinitos y diminutos botones que poseía el vestido en la espalda.


—Cuando nos casemos —masculló Pedro, nervioso porque los botones eran interminables—, no quiero que tu vestido de novia tenga un solo botón, ¿entendido? Tampoco una cremallera, ni ningún tipo de cierre. Quiero que sea muy, pero que muy fácil de quitar. No quiero que me estorbe para tocarte cuanto me plazca. ¿Me estás oyendo?


Paula estaba rígida y muda. Pedro se situó frente a ella, preocupado.


—¿Pau? ¿Qué te pasa?


—Has dicho... Has dicho... Has... —tragó. Carraspeó—. Has dicho cuando nos casemos...


—¿Y qué crees que es lo que llevas en los pies? —inquirió Pedrocruzándose de brazos, simulando indiferencia, algo que le costó un esfuerzo sobrehumano, porque su interior escondía un animalillo asustado.


—Unas Converse —contestó ella, sin entenderlo.


Pedro gruñó.


—En Los Hamptons —le recordó él—, hablamos sobre lo que hace un pingüino macho cuando se enamora de una pingüino hembra. Le regala la piedra perfecta de toda la playa. Si la pingüino hembra la acepta, se comprometen. Te dije que, en tu caso, en lugar de la piedra perfecta serían las Converse perfectas —agachó la cabeza, ruborizado—. Y tú me describiste tus Converse perfectas: negras, porque negro es mi color favorito y ahora, el tuyo —dejó caer los brazos. Su corazón latía tan deprisa que iba a estallar—. Te he regalado las Converse perfectas y tú las llevas puestas, lo que significa que has aceptado... —la observó, respirando con dificultad—. Yo... —se revolvió el pelo. Tomó una gran bocanada de aire—. Sé que no es una pedida de mano normal. Sé que no es un anillo. Si quieres un anillo, te lo compraré. Yo...


Paula levantó una mano para silenciarlo, mano que posó, a continuación, en su pecho. Tragó repetidas veces. Las lágrimas descendieron por sus mejillas. Su cara era aún más enigmática que antes...


—¿Cuándo? —le preguntó ella, en un hilo de voz—. ¿Cuándo nos casaremos?


Pedro jadeó, tan aliviado que a punto estuvo de caerse al suelo. Carraspeó y adoptó una postura seria.


—Cuando tú quieras.


—¿Mañana?


—A tu madre le da un infarto si nos casamos mañana.


Se rieron.


—Mejor, esperaremos un poco, pero poco.


Él asintió, incapaz de pronunciar una palabra más.


Se miraron.


Y, llorando los dos, se fundieron en un abrazo violento, urgente y apasionado. Sellaron aquella promesa con un beso ardiente que los llevó directos a su infierno particular, porque a la boda de Marcos no llegaron al banquete.


Pecaron...


Renacieron...


Y volvieron a pecar...




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