miércoles, 2 de octubre de 2019

CAPITULO 76 (PRIMERA HISTORIA)




Tres días sin saber nada de Pedro. Tres días sin recibir una llamada o un escueto mensaje. Los peores tres días de su vida...


La culpa era suya. Paula tampoco había hecho el intento de ponerse en contacto con él, a raíz de la amarga despedida del domingo. No podía...


Bueno, podía contarle su vida, solo bastaba que abriese la boca, porque las palabras estaban en su garganta, esperando a recibir la orden para salir de sus labios, pero tenía miedo de su reacción, de que huyera, de no volver a verlo más, de que la juzgara aún más de lo que se juzgaba ella misma, de que se horrorizara...


Me lo tengo merecido...


Era miércoles por la noche y estaba cenando con Catalina y cuatro de sus amigas, entre las que se encontraba Georgia, en un restaurante de lujo en Beacon Hill, cerca del Boston Common, en el extremo contrario a su apartamento.


—Se nos echa el tiempo encima. Habrá que telefonear a los almacenes para que vayan preparando los juguetes —comentó Bianca, la más adorable de todas.


Bianca Adams era rubia oscura natural, de melena abundante, corta y recta hasta los hombros. Tenía los ojos y la piel tan claros que parecía una criatura fantástica; por esto, se la consideraba una de las mujeres más atractivas de la alta sociedad de Boston. Además, poseía una intachable educación y una dulzura abrumadora al hablar con su delicada voz, capaz de domesticar a la más salvaje de las criaturas.


Pau se había fijado en que los hombres se detenían para admirarla. Tenía cuarenta y cinco años, era la más joven de Alfonso & Co. Estaba casada con un hombre diez años mayor, un hombre que besaba el suelo por donde Bianca pisaba. Y se amaban con locura, lo había comprobado en la gala en el hotel Liberty. Los señores Adams apenas se rozaban en público, pero las miradas cómplices que compartían demostraban con creces el profundo amor que se profesaban.


—Yo podría hacerlo mañana —sugirió Paula, antes de dar un sorbo a la taza de chocolate caliente que había pedido en la sobremesa.


—Lo haré yo —dijo Georgia, con la frente arrugada.


Esta mujer es odiosa...


Cada opinión que Paula había dado durante la cena, había sido aplastada sin piedad por la señora Graham.


—Por cierto, ¿cuándo vamos a llevar a cabo el rito de iniciación? —se interesó Denise, una morena espectacular a sus sesenta años, la más alta y esbelta.


En realidad, todas se conservaban muy bien, porque se cuidaban. La imagen les importaba, salían en las noticias, como mínimo, una vez a la semana. Eran millonarias, atractivas y se dedicaban por completo a ayudar a los más necesitados y colaboraban económicamente con el Estado en cuestiones de beneficencia.


Luego, estaba Sabrina, la más silenciosa y seria. Era una mujer de cabellos negros como el carbón, recogidos a diario en un moño bajo y sobrio, y de ojos almendrados del mismo color, sagaces, no se le escapaba nada. Su mayor cualidad era su capacidad de escuchar. Según Catalina, hablaba poco; pero, cuando lo hacía, la tierra temblaba por su lengua afilada.


La única arpía era Georgia.


—¿Qué es el rito de iniciación? —quiso saber Paula.


—Tu rito de iniciación —le sonrió la señora Alfonso, a su derecha, apretándole el brazo—. Hemos celebrado una pequeña fiesta por cada una que se ha ido uniendo a Alfonso & Co.


—Por mí no lo hagáis, no hace falta —se inquietó ella.


—Estoy de acuerdo —convino la señora Graham, sonriendo con frialdad —. ¿Por qué deberíamos malgastar el tiempo en una niña que lo único que va a hacer en la asociación es hablar? Seamos sinceras —se inclinó—, no tiene dinero. ¿Dos mil dólares de donación en la gala? —bufó—. Eso me lo bebo yo en un vaso de agua.


—¡Georgia! —exclamaron las demás, indignadas.


Paula se quedó estupefacta. ¿Cómo podía ser tan cruel? Había donado a la causa de la gala dos mil dólares y, desde entonces, su cuenta tiritaba, porque había utilizado el resto de sus ahorros en ayudar a su amiga Kendra para Hafam.


—Discúlpate ahora mismo —le exigió Catalina, furiosa, incorporándose de la silla de un salto.


—Solo he dicho la verdad —rebatió Georgia. Se levantó, sin esconder su enfado—. Paola no tiene donde caerse muerta. Esta asociación es para gente como nosotras, no como ella —la señaló con el dedo, sin cortesía—. Nunca podrá igualarse. Perdemos el tiempo. No pinta nada aquí, Catalina, ni con nosotras ni, mucho menos, con tu hijo. Es más que obvio que lo único que busca es el dinero de tu familia.


Paula tiró de la mano de Catalina para que se sentara; esta obedeció a regañadientes.


—Es Paula, no Paola —la corrigió Paula, con una tranquilidad pasmosa—. Sí, señora Graham, no tengo donde caerme muerta y jamás podré igualarme a ustedes, pero, si las demás están de acuerdo en que pertenezca a Alfonso & Co,
estoy más que dispuesta a ofrecer mi propia vida, si fuera necesario, por el simple hecho de ayudar a otras personas. Lo llevo haciendo desde hace ocho años, y la única diferencia entre usted y yo es que mi nivel económico no tiene nada que ver con el suyo. Y, no se preocupe, no me interesa igualarme. Soy muy feliz con mi vida económicamente pobre —alzó una mano—. Y una última cosa... —entornó la mirada, desafiante—. Lo que suceda entre Pedro y yo solo nos compete a él y a mí, a nadie más.


Bianca, Denise y Catalina sonrieron con admiración. Sabrina se puso en pie con elegancia.


—Paula no solo se diferencia de ti en el dinero, Georgia —sentenció, en voz apenas audible, pero firme y tan afilada que a la propia Paula se le erizó la piel—. Hay un abismo entre vosotras. Deberías aprender de sus modales. Discúlpate o vete.


La señora Graham lanzó la servilleta de lino en un arranque de ira, provocando que algunas copas de agua se derramaran por el mantel, y se marchó del restaurante. Paula sonrió a Sabrina, quien le guiñó un ojo de forma discreta.


—Volvamos al tema de la fiesta de Zahira —sugirió Denise, cruzando las manos encima de la mesa—. ¿Cuándo la hacemos?


—Podríamos aprovechar para Navidad —declaró Bianca, mientras llamaba a un camarero para que limpiara el estropicio—, o la semana que viene, justo antes de Nochebuena.


—Pero... —titubeó Paula—, ¿una fiesta de qué tipo? —se alarmó.


—No te preocupes —le acarició la mano la señora Alfonso—, seremos solo los amigos más allegados, una pequeña cena y un café.


Sin embargo, en vez de relajarse, las sonrisas enigmáticas y cómplices que se intercambiaron las cuatro la agitaron.


Al día siguiente, acudió al hospital después del almuerzo, como todos los jueves, pero, en lugar de tomarse un chocolate caliente en la cafetería, un hábito que tenía desde que trabajaba allí, decidió subir directamente a la planta de Pediatría, correr por el pasillo para encerrarse en los vestuarios y, así, no ver a Pedro; pero Rocio la interceptó en la recepción.


—¡Pau! —la saludó su amiga.


—¿Qué tal? —correspondió Paula, nerviosa, mirando a todas partes. Moore se percató.


—Está reunido con el director West —le informó Rocio con una ceja enarcada—. ¿Qué ha pasado?


—¿Por qué lo dices? —fingió desinterés, pero de nada le sirvió—. De acuerdo, pero aquí no —se dirigieron a los servicios, que estaban vacíos—. Digamos que no nos despedimos bien el domingo —confesó, recostándose en la pared.


—¿Desde el domingo no sabes nada de él?


—Está enfadado, no lo sé, pero lo sé... —frunció el ceño—, no sé si me entiendes...


—Algo le sucede, sí —sonrió Rocio, sin alegría—. Teníamos guardia de veinticuatro horas el lunes, pero él no se fue a su casa al acabar, sino que hizo otra guardia entera. Es el jefe —se encogió de hombros—, siempre se queda más horas de las estipuladas, pero esta vez es demasiado. Regresó apenas cinco horas después. Y todavía no se ha marchado.


—¿Pe...? ¿Perdón? ¿Lleva cuatro días sin dormir? —exclamó Paula, tapándose la boca.


—No lo sé con seguridad, su despacho tiene un sofá, ya lo sabes.


Pau suspiró pesadamente. Su estómago se cerró en un puño.


—Será mejor que empiece, Rocio —susurró ella, ronca—. Maria y Sofia no tardarán. Por cierto —carraspeó—, ¿sabes algo de Manuel?


—Dicen que se ha cogido unos días libres —su amiga, ruborizada, desvió la mirada a un punto perdido en el suelo.


—Está en Los Hamptons. Se fue el domingo por la mañana, me lo dijo Pedro.


—¿Tienen una casa en Los Hamptons? —desorbitó los ojos.


Ambas estallaron en carcajadas, entre incrédulas y abrumadas.


—Me llamó Ariel Howard —le contó Rose.


—¿El de la gala? —se interesó.


—Me telefoneó al hospital —soltó una risita infantil—. Quiere cenar conmigo.


—Eso es bueno, ¿no? —ladeó la cabeza.


—Supongo que sí —añadió, no muy convencida.


Salieron al pasillo y se despidieron. Paula observó la partida de Moore.


Rocio le había contado que Manuel, de repente, la había sacado de la fiesta en el Liberty, interrumpiéndole un baile con Ariel Howard. Se estaban gritando el uno al otro en el elevador y, de repente, se besaban como locos.


El encuentro fue algo más que sexual, en opinión de Paula; aquellos dos se atraían de una forma innegable, aunque no lo admitieran. Una prueba de ello había sido la rápida marcha de Manuel a Los Hamptons. Y si, al final, hubiera un bebé en camino, tendrían que limar sus asperezas, pero, de momento, era mejor no pensar en esa posibilidad.




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