miércoles, 2 de octubre de 2019
CAPITULO 79 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro deliraba... Era imposible que Zahira, su preciosa bruja, su seductora niña, le hubiera pedido que la llevara a su casa para...
He muerto... He resucitado... Estoy en el cielo...
Esto no es normal... ¡Me estoy asfixiando! Encaje negro con transparencias, ¡por el amor de Dios!
Cerró la boca, se había quedado embobado. O reaccionaba, o el adolescente repleto de hormonas descontroladas lo dejaría por los suelos.
Jamás había estado tan nervioso en su vida como en ese momento.
Se levantó del banco y abrió la puerta.
—¿Doctor Alfonso? —dijo una enfermera, observándolo con curiosidad, junto a dos personas más.
Genial... Si ya de por sí cuchichea toda la planta sobre mí, solo faltaba que me pillaran encerrado con Paula en los vestuarios...
Él carraspeó y le indicó con la mano a Paula que saliera, sin poder identificar cuál de los dos estaba más colorado... Atravesaron el pasillo hacia su despacho. Se quitó la bata blanca y se colocó la americana y el abrigo.
—Dame la bolsa.
Ella le entregó sus pertenencias y se puso también el abrigo, la bufanda y el gorro de lana. Pedro quiso abrazarla y besarla por lo guapa que estaba de rosa chillón y verde manzana, pero se contuvo. Si probaba su boca, aunque solo fuera un segundo, no saldrían de allí, y el sofá no era muy cómodo para una primera vez.
Su primera vez... La de ambos, porque para Pedro también lo era, así lo sentía. No obstante... ¿Y si no estaba a la altura? ¿Y si le hacía daño? ¿Y si...?
Las preguntas se sucedieron una tras otra en su mente, mientras se dirigían a las escaleras, y, luego, al exterior. Hacía mucho frío en la calle, estaban a cinco grados y había restos de nieve en las aceras; sin embargo, su cuerpo echaba humo de lo caliente que estaba. Paula tiritaba.
Gruñó, no podía tocarla... a pesar de que lo necesitase como respirar, pero estaba tan fuera de sí que sería capaz de cometer otra locura. Su cuerpo entero hervía de excitación, aunque, más que eso, de emoción; una intensa sensación de angustia le oprimía el pecho. Tenía miedo de asustarla, de que huyera, porque, en cuanto posara una mano sobre su cuerpo, no iba a poder parar... Su vocecita interior, en lugar de prevenirlo, se reía de él, pero la ignoró.
En silencio, alcanzaron el edificio.
En silencio, subieron en el ascensor hasta la planta catorce.
En silencio, entraron en el apartamento.
Y el silencio se evaporó.
—¡Peque! —exclamó Manuel, en pijama, saliendo a su encuentro.
—Hola, Manuel —lo saludó Paula, permitiendo que su amigo la abrazase.
Pedro ahogó un gemido lastimero y cerró tras de sí al descubrir a Bruno, también con ropa cómoda.
—Voy a cambiarme —farfulló Pedro, que se metió en su cuarto al instante—. ¡Joder! —gritó a solas, quitándose el abrigo en dos rápidos movimientos. Se deshizo del traje, se duchó con agua fría —su erección era insoportable, ¡más que nunca!— y se vistió con vaqueros y camiseta. Aposta, escogió los pantalones claros y gastados, ceñidos en el trasero, porque sabía que causaban cierto efecto en ella. Si él sufría, Paula, también. Estaban juntos en el mismo barco.
Y no se equivocó. En cuanto apareció ante ella, esta se mordió el labio inferior y se le aceleró la respiración, sus senos comenzaron a subir y a bajar con rapidez. Estaba sentada entre sus dos hermanos. Pedro ocultó una sonrisa y le dio la espalda para entrar en la cocina. Escuchó que contenía el aliento.
Sí, estos vaqueros son perfectos, pensó con regocijo.
Le sirvió una cerveza.
—Prepara la cena, Pa, que tengo hambre —le ordenó Manuel.
—Yo te ayudo —se ofreció Paula, incorporándose del sofá.
Bruno sujetó su brazo y la sentó de nuevo entre los dos.
—Lo hace muy bien él solito, ¿verdad, Pa? —Bruno sonrió con travesura.
El mediano le dedicó la misma expresión. Y Pedro se enfureció. Lo estaban haciendo adrede.
Respiró hondo y procedió a cocinar.
—Lo siento... —le susurró ella, minutos después, tirándole del bolsillo trasero del pantalón.
Bastian estaba cortando las verduras sobre una tabla de madera, cerca de la vitrocerámica. Se giró. Se limpió con el trapo que se había colgado en el hombro.
—¿Por qué me pides perdón? —le preguntó, curioso, apoyando las caderas en la encimera y cruzándose de brazos.
Paula se pegó a él, sorprendiéndolo. Sus odiosos hermanos se encontraban en la terraza, cada uno pendiente de su móvil.
—Porque ha salido mal —contestó ella, ruborizada.
Él la rodeó por la cintura, la alzó del suelo un ápice, se agachó y le besó la comisura de los labios. Ambos se turbaron por tal gesto, pequeño, pero cargado de una implícita pasión.
—Ya habrá otro momento —le dijo al oído, antes de acariciárselo con la lengua.
—Pedro... —gimió.
Y Pedro la besó sin poder contenerse más. Ella lo abrazó por el cuello, lo correspondió, tan dulce, tan distraída de todo menos de él, que se volvió loco, para variar... Gruñó, giró y la sentó en la encimera, colocándose entre sus piernas.
La tomó por la nuca y asaltó su boca con la lengua, insaciable... Bebió de Paula, como siempre, porque con ella se sentía el más sediento de los mortales. No solo la cató, sino que la saboreó con deleite, se emborrachó. La sostuvo por las nalgas, apretándola contra su cuerpo. Las caderas chocaron infinitas veces. Los jadeos se fusionaron, como lo estaban sus bocas.
—¡Joder!
Aquella voz los paralizó. Se había olvidado de Manuel y Bruno...
Pedro no la soltó, ni la apartó, sino que la estrechó aún más entre sus brazos para protegerla de las carcajadas inminentes de sus hermanos. Ella, avergonzada, escondió el rostro en el hueco de su clavícula.
—Largo de aquí —les ordenó Pedro, cuya frustración aumentaba por segundos.
Entre risas, Manuel y Bruno regresaron al salón.
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