miércoles, 2 de octubre de 2019

CAPITULO 80 (PRIMERA HISTORIA)




Paula lo miró. Él se perdió en su sonrisa y la besó en la frente.


—Anoche cené con tu madre y sus amigas —le contó ella—. ¡Tenías que haber visto a Georgia! —se rio—. Esa arpía tuvo lo que se merecía.


Pedro no se movió, tampoco ella. Entrelazaron las manos. Paula le relató lo ocurrido la noche anterior en Alfonso & Co y Pedro escuchó, embelesado por su melodiosa voz.


—¿Te creíste lo de la pequeña fiesta? —inquirió él, divertido.


—Claro —adoptó una actitud preocupada—. ¿Por qué?


—Lo que mi madre denomina pequeña fiesta son, mínimo, ochenta personas —se llevó sus nudillos a los labios y se los besó—. Bruno, Manuel y yo hemos estado en todos los ritos de iniciación. Son juegos.


—¿Qué clase de juegos? —entrecerró la mirada.


Pedro se encogió de hombros y se separó, aunque se demoró, arrastrando los dedos por sus caderas. Tenía que cocinar o sus hermanos los interrumpirían otra vez. Estaba demasiado a gusto como para permitir que eso sucediera.


—Cosas sencillas. Esconde algo, nos repartimos por parejas, según un sorteo, y lo tenemos que buscar —le explicó Pedro, dedicándose a freír las verduras.


—¡Eso me gusta! —columpió los pies, sonriendo.


—A mí no me importa jugar —sacó pechugas de pollo del frigorífico. Las troceó en la tabla de madera—, pero Manuel gana siempre, y ya resulta aburrido.


Paula se echó a reír.


—¿Habláis de mí? —quiso saber el aludido, que cogió un botellín de cerveza de la nevera.


—Sí —contestó ella—, de que siempre ganas en las fiestas de iniciación de tu madre.


—¡Es verdad! ¿Cuándo será la tuya? —le preguntó Manuel, rodeándola por los hombros con el brazo libre.


—Quieren que sea la semana que viene, pero supongo que ya me llamarán —observó a Pedro—. Eso huele muy bien.


—Mejor sabrá —Pedro le guiñó un ojo.


Un rato después, se sentaron en la alfombra en torno a la mesa baja del salón.Paula se encargó de poner los mantelitos negros, cubiertos y servilletas de tela blanca.


—¿Qué tal en Los Hamptons, Manuel? —se interesó ella.


—Reformula la cuestión —la corrigió Bruno—. Pregúntale si se ha olvidado de Rocio en Los Hamptons, que es para lo que ha ido.


Estallaron en carcajadas, menos Manuel, que se enfadó.


Y así, entre bromas, risas y mucha complicidad, disfrutaron de la cena.


Durante el postre, el teléfono de Paula vibró con una llamada. Ella se incorporó y lo sacó del bolso.


—¿Ernesto? —dijo al descolgar y meterse en la cocina para charlar en privado, cosa que encolerizó a Pedro.


Los celos reaparecieron.


—¿La llama un jueves tan tarde? —escupió, sin perderla de la vista—. ¿No puede esperar a mañana, joder? O, directamente, no llamarla —apretó los puños en el regazo.


—Creía que lo tuyo con Sullivan ya era agua pasada desde la gala — comentó el pequeño, extrañado, recostando la espalda en el borde del sillón; permanecían aún en el suelo.


—Y yo, también, pero está claro que no.


Paula se reunió con ellos.


—¿Qué quería? —le exigió él con el ceño fruncido.


Ella se sobresaltó ante el tono rudo que empleó. Pedro se levantó de un salto y se llevó los platos sucios para lavarlos en la pila. Paula lo siguió, preocupada.


—He quedado mañana para comer con él y sus socios.


—¡Y una mierda! —soltó él, de pronto, y se dio la vuelta—. No vas a volver a verlo, y menos a solas —se cruzó de brazos sin importarle mancharse de agua y jabón.


—¿Perdona? —entrecerró los ojos—. No eres nadie para prohibirme nada.


—Por supuesto que lo soy, vete acostumbrando —imitó su expresión.


¿Desde cuándo soy un dictador?


—Esto es increíble... —bufó ella, colocando las manos en los costados y adelantando una pierna—. La escuela es importante para mí.


—¿Por qué te llama a tu móvil personal a estas horas de la noche?


—Ya te lo dije, no sé cómo consiguió mi número.


—No vas a comer con él, ni mañana ni ningún día —se volvió y continuó limpiando.


—Claro que lo voy a hacer.


Esa afilada contestación lo enloqueció. Cerró el grifo.


—Vas a comer conmigo —le ordenó Pedro, a escasos centímetros de distancia—. Y como se te ocurra no venir...


—¿Qué? —lo encaró, respirando con dificultad.


La calma con la que hablaba aquella pelirroja, aunque estuviera rabiando, incrementó el enfado de Pedro a un nivel que jamás pensó que alcanzaría.


—Te quito el móvil —le amenazó él—. Si faltas mañana a nuestra cita, despídete del móvil cuando nos volvamos a ver.


¡Pero qué tontería acabo de decir, joder!


—No soy ninguna niña a la que crees que tienes que castigar, ¿te enteras? —dio media vuelta—. Nunca nadie me ha ordenado nada y no vas a empezar a hacerlo tú.


—¿Adónde vas? —salió tras ella.


—A mi casa —se puso el abrigo a manotazos.


—No vas a ir a ninguna parte —la agarró del brazo.


—¡Déjame en paz! —estalló ella, empujándolo.


Pues sí, sabe gritar...


—¡De eso nada! —se agachó, la cargó sobre el hombro y se dirigió a su habitación.


—¡Suéltame! —chilló, golpeándole la espalda—. ¡Manuel! ¡Bruno!


Pero sus hermanos estaban petrificados en el salón, desde donde habían presenciado la discusión. Pedro la lanzó a la cama sin miramientos, giró la llave para encerrarlos y se la guardó en uno de los bolsillos delanteros de los vaqueros.


—Sa... ¡Sácame de aquí! —vociferó ella, presa del pánico, haciéndose un ovillo.


—¿Paula?


—¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí! ¡Por favor, abre la puerta! ¡Abre la puerta! —comenzó a llorar de forma histérica—. ¡Sácame de aquí!


Él, de golpe, reaccionó y se dio cuenta de lo que había hecho. Se arrodilló a su lado y la abrazó con fuerza.


—Tranquila... Perdóname, soy un idiota, olvida todo lo que te he dicho, por favor... —la meció con ternura—. ¿Qué te pasa, Paula? —el miedo lo devoró —. Háblame... por favor...


Paula remitió el llanto poco a poco. Ambos suspiraron.


—Mi madre era alcohólica —dijo ella, en un susurro—. Me regañaba mucho cuando bebía. Me encerraba durante horas en mi cuarto. Echaba la llave y se marchaba.


—¿Y tu padre? —quiso saber Pedro, con el corazón encogido.


—Se divorciaron cuando cumplí diez años. Estaba muy ocupado en el hospital. Le dieron la custodia a mi madre. Los fines de semana que no tenía guardia me quedaba con él, pero entre semana estaba con ella —cerró los ojos, se acomodó en su regazo y Pedro la acogió al instante—. Nunca lo supo hasta que... —suspiró de manera discontinua—, hasta que me caí por las escaleras cuando tenía catorce años.


—Lo que le has contado a Ava, la cicatriz —afirmó.


—Sí... Mi madre sufría ataques de ansiedad cuando intentaba dejar de beber. Su problema con el alcohol fue la causa de su divorcio. Mi padre luchó durante años por mí, pero el hospital le suponía demasiado tiempo y no podía cuidarme. El juez dictaminó a favor de mi madre —permaneció muda unos segundos—. Uno de esos ataques de ansiedad se lo provoqué yo... —se le quebró la voz—. Tenía que ir al colegio, como cada día, pero me desperté antes de tiempo —tragó saliva con esfuerzo—. Escuché ruido en su habitación,
me asusté y fui a ver qué pasaba —tembló. 


Él le quitó el abrigo con extrema delicadeza, como si se tratase de una muñeca frágil. Se tumbaron y entrelazaron las piernas. La envolvió entre sus brazos. La cabeza de ella descansó a la altura de su corazón.


—Estaba histérica... —continuó Paula, tiritando, ahora sin control—. El dormitorio estaba patas arriba. Buscaba algo.


—Alguna botella.


—El día anterior se había comprado dos, a escondidas, pero yo era muy curiosa y siempre estaba trasteando. Cuando las encontré, las tiré a un contenedor de la calle. Conocía la persona en la que se convertía mi madre cuando bebía. No me gustaba ni lo que veía ni cómo me trataba... —sollozó—. Ella me regañaba y me encerraba... me gritaba, me reprochaba que el divorcio había sido por mi culpa... La veía beber y... le quitaba las botellas... Y eso hice el día anterior al accidente. Me exigió que se las diese, sabía que se las había quitado. Estaba... fuera de sí... Me amenazó con encerrarme. Le dije la
verdad —escondió el rostro en su cuello—, pero no me creyó. Retrocedí, tenía mucho miedo... no quería que me encerrara... Ninguna de las dos nos dimos cuenta de lo que pasaba hasta que resbalé hacia atrás...


—¿Recuerdas algo del golpe? —se atrevió a preguntar.


Paula inhaló aire y lo expulsó lentamente.


—Recuerdo los golpes que me di con los escalones... —emitió en un tono apenas audible—. Recuerdo atravesar la ventana... Recuerdo que el miedo me paralizó mientras caía al jardín... Recuerdo ir en la ambulancia... Recuerdo la cara de mi abuela cuando abrí los ojos unas semanas después...


—¿Semanas? —inquirió Pedro, pasmado.


—Al caer, me golpeé la cabeza y me clavé unos cristales en el costado, donde tengo la cicatriz. En la operación, hubo complicaciones. Se me paró el corazón demasiado tiempo, eso me explicó mi padre al despertar. Estuve en coma casi cuatro semanas, veinticuatro días —posó una mano en su pecho—. Cuando salí del hospital, me fui a vivir con mi abuela, y hasta hoy —se encogió de hombros.


Él tenía tantos interrogantes... ¿Qué sucedió con su madre? ¿Y su padre?


Pero se los guardó. No quería atosigarla. Que le contara aquello lo invadió de felicidad, a pesar de que la historia era muy dolorosa.


—Por eso, nunca gritas —señaló Pedro.


—Odio los gritos... —se estremeció—. Me escondía debajo de la cama cuando la escuchaba gritar.


—Gracias por contármelo —le susurró, antes de besarle la cabeza.


Pedro...


—¿Sí?


—¿Puedo dormir contigo?


Él sonrió, se separó un poco, la miró y asintió.


—¿Aunque invada tu privacidad? —ella arqueó las cejas con una triste sonrisa.


—Me gusta que invadas mi privacidad —le guiñó el ojo—. ¿Quieres dormir ya?


—Prefiero ducharme primero, si no te importa.


—Claro —se levantó. Sacó una camiseta y unos calzoncillos del armario. Se los dejó encima de la cama—. Deberías avisar a tu abuela.


—Sí —se incorporó y salió del cuarto. Regresó a los pocos minutos.


—¿Te apetece un chocolate? —sugirió Pedro.


—¡Vale! —exclamó, radiante.


Pedro la besó, entre risas, y la dejó sola. Se fue a la cocina a preparar el chocolate.



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