miércoles, 2 de octubre de 2019

CAPITULO 77 (PRIMERA HISTORIA)




Paula se dirigió a los vestuarios. Las gemelas ya la estaban esperando.


—¡Pau! —la saludaron al unísono.


—No os vi en la gala —las abrazó con cariño.


—Estábamos de vacaciones —le respondió Sofia, la más coqueta de las dos, retirándose el pelo hacia atrás, su característico gesto.


—¿Es cierto que tú y el doctor Alfonso estáis juntos? —cotilleó Maria, tomándola de las manos y sonriendo con picardía.


—Bueno, yo... —se sonrojó. Se apartó—. Será mejor que comencemos — zanjó la cuestión.


Las gemelas se echaron a reír. La respetaron y no la importunaron más, cosa que agradeció.


Estuvo las cuatro horas siguientes contando cuentos, mientras inflaba globos, en cada una de las habitaciones de la planta.


Después, proyectaron en la sala de juegos una película de Navidad para los niños; varios de los pequeños le pidieron que se quedara con ellos, pero no lo hizo; por mucho que le doliera, prefería no permanecer más tiempo del necesario en el General, no fuera a toparse con Pedro.


Con quien sí coincidió fue con Ava, la niña a la que habían operado de apendicitis hacía ya un mes. Abrazó a Paula en cuanto la vio en la recepción.


—¿Qué haces aquí, preciosa? —se agachó Pau, para estar a su altura.


—Es que me duele un poco la tripa —se quejó Ava, meciéndose sobre sus talones—. Mamá ha llamado a Pedro y Pedro le ha dicho que vengamos. Estamos esperándolo.


—Hola, Paula —la saludó la madre de la niña.


—Hola —la correspondió con una sonrisa. Se levantó—. ¿Ava está bien? —se preocupó.


—Sí —hizo un ademán, restando importancia—. Le ha salido una erupción alrededor de la cicatriz porque le pica mucho y no para de rascarse.


—Ya estoy aquí —las interrumpió el doctor Alfonso, sin ni siquiera mirar a Paula.


—Doctor Alfonso —murmuró ella, cruzando las manos a la espalda.


—Vamos a mi despacho —la ignoró, dirigiéndose solo a la madre de Ava.


—¿Se puede venir Paula, por favor, Pedro? —le pidió la niña, colgándose de su pierna y fingiendo pucheros.


—No. Vamos, muñeca —se negó él, con firmeza. La colgó sobre su hombro, provocándole carcajadas—. A ver qué te pasa, porque yo te veo muy bien.


— ¡Pedro! —se rio Ava sin control—. ¡Quiero que venga Paula!


—Ava, no puedo —le dijo la aludida, ruborizada.


—Por favor... —suplicó la niña, observando al doctor Alfonso y a Pau como si estuviera presenciando un partido de tenis.


Pedro claudicó:
—Está bien, pero solo por esta vez.


—¡Bien! —aplaudió Ava, aún en sus brazos.


Los cuatro se encaminaron hacia el despacho. 


Paula deseó ser la niña que recibía ese cariño del doctor Alfonso.


Será un gran padre. Puede ser muy serio de cara a los demás, pero trata a los niños como si fueran un tesoro. Y todos lo adoran, igual que yo...


¿Por qué soy tan tonta? Tengo que hablar con él, pero ¿cuándo?


Entraron en el despacho de Pedro. A la izquierda, estaban las taquillas y una camilla, con una tela grande, limpia y blanca encima. Sentó a Ava en ella, que se tumbó al instante. Él se acomodó en el borde y le levantó la ropa hasta el ombligo. A continuación, le desabrochó la falda y le bajó un ápice la prenda, junto con los leotardos y las braguitas.


—Está cicatrizando bien y muy rápido —musitó el doctor Alfonso, concentrado en analizar la herida—, pero lo tienes enrojecido. ¿Te pica mucho? —le arregló la ropa.


—Sí —gimoteó la niña.


—Te recetaré una pomada para aliviarte el escozor, ¿de acuerdo? —le pellizcó la nariz.


Pedro y la madre de Ava se sentaron en torno al escritorio. Pau aprovechó y se subió a la camilla.


—Odio la cicatriz —se quejó la niña, malhumorada.


—Son dos puntitos de nada —Paula le guiñó un ojo—. Además —sonrió —, así tienes una historia que contar a tus amigos.


—¿Tú tienes alguna cicatriz?


—Sí —asintió—, pero la mía es muy fea —hizo una mueca exagerada.


—¡Quiero verla! —dio palmas, emocionada.


—¿Estás preparada? —arqueó las cejas, fingiendo altanería—. Solo los más valientes se atreven a verla.


—¡Soy valiente! —se arrodilló en la camilla—. Por favor, por favor...


Paula soltó una carcajada y procedió a levantarse la camiseta para revelar la cicatriz de su costado izquierdo, olvidándose por completo de dónde estaba y con quién.


—Qué grande es... —susurró Ava, estirando una mano para tocarla—. ¿Qué te pasó?


—Sí —suspiró, triste pero tranquila—, grande, fea y, a veces, me pica, como a ti —se bajó la ropa—. Me resbalé en las escaleras de mi casa y atravesé una ventana. Me clavé un cristal.


—¿Cuántos años tenías? —quiso saber la niña, con el ceño fruncido, atenta a la historia.


—Catorce —ladeó la cabeza, sin perder la sonrisa, aunque la alegría se había esfumado.


—¿Tu casa es muy grande? ¿Te caíste a la calle?


—Lo era, de cuatro plantas. Me caí al jardín, desde el segundo piso.


—¡Oh! —exclamó Ava, alucinada.


Pau se rio y le revolvió sus cortos rizos.


—¿Y por qué te caíste? ¿Ibas muy rápido? Mi mamá siempre me dice que no tengo que correr. ¿Tu mamá no te lo dijo?


A Paulaa se le cruzó el semblante. Durante unos segundos, su mente recordó el incidente. Su respiración se aceleró. Se le formó un nudo en la garganta. Sin embargo, Pedro carraspeó, regresándola a la realidad, de pronto.


Los cuatro volvieron a la recepción.


—Si hubiera algún problema, llámeme, ¿de acuerdo? Siempre estoy disponible —le dijo él a la madre de la niña, mientras se agachaba para besar a Ava.


—Adiós, Pedro —le arrojó los bracitos al cuello.


—Adiós, muñeca.


—Me gusta mucho tu novia —añadió la niña entre risitas infantiles.


—¿Me guardas un secreto? —Ava asintió con solemnidad—. A mí también me gusta mucho mi novia —le guiñó un ojo.


Madre e hija se fueron.




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