miércoles, 2 de octubre de 2019
CAPITULO 78 (PRIMERA HISTORIA)
Pau, nerviosa, se dio la vuelta y anduvo deprisa hasta los vestuarios para recoger sus pertenencias y marcharse, pero Pedro la siguió y se encerró con ella, echando el pestillo.
—Doctor Alfonso, yo...
—Hace cuatro días que no sé nada de ti —la cortó él, cruzado de brazos—, eso sin contar con la despedida tan dulce que me dedicaste el domingo — ironizó—. Creía que no jugabas, Paula, pero es evidente que me equivoqué.
—¡No! —soltó la bolsa y acortó la distancia que los separaba.
—Me cerraste la puerta en las narices —rechinó los dientes—. Y ahora me vuelves a llamar doctor Alfonso.
Ella inhaló aire y lo expulsó de manera entrecortada. Entrelazó las manos a la espalda y se balanceó.
—Lo siento, Pedro... —agachó la cabeza—. Hay... —tragó saliva, asustada—. Hay ciertos días de la semana que no... que no me siento bien y... el domingo por la noche no es un buen momento —confesó al fin—. Perdóname... No debí haberte tratado así.
—Por ciertos días te refieres a las tardes de los lunes, los martes y los miércoles.
Paula asintió
—Lo siento mucho, Pedro... —las lágrimas amenazaban con derramarse en cualquier instante.
Él la tomó de la barbilla, obligándola a mirarlo.
Sus ojos, grises por completo, la analizaban con tanta agudeza que le rasgaron las entrañas.
—Llevo cuatro días —pronunció Pedro en un tono casi inexistente— comiéndome la cabeza, recordando cada palabra y cada gesto que dije o hice para entender por qué me trataste así, por si te había hecho daño de algún modo. Por favor, Paula, háblame...
Ella se lanzó a su nuca, de puntillas, lo abrazó con fuerza, temerosa de perderlo. Él la envolvió en su calidez a los pocos segundos, se había quedado paralizado. Y gimieron de alivio.
—Te he echado de menos...
—Yo también a ti...
Pedro la sujetó por la cabeza con las dos manos y la besó con ternura. La alzó del suelo y la pegó a la puerta. Paula le enroscó las piernas en la cintura en un acto reflejo, la falda era tan amplia y acampanada que le permitía moverse con facilidad. Entonces, su doctor Alfonso la besó sin contención...
La dulzura fue reemplazada por el hambre voraz que lo caracterizaba. Le perfiló los labios con la lengua, arrancándoles un jadeo a los dos. Ella abrió la boca y él la embistió de forma tentadora, rozándola apenas, impacientándola, desquiciándola... Se removió entre sus brazos, fue a agarrarlo del cuello, pero Pedro se lo prohibió, le sujetó las muñecas con una mano, por encima de la cabeza.
—No —le susurró al oído—, estás castigada sin tocarme... Esto te pasa por ignorarme cuatro días —le chupó la oreja y descendió al cuello.
—¡Pedro!
—No grites —respiraba de manera enloquecida—. Pero yo sí puedo tocarte —bajó la otra mano hacia el borde de la camiseta—. Y voy a hacerlo —se introdujo por debajo de la tela.
Paula contuvo el aliento cuando le apretó la cintura... cuando ascendió hacia los senos... cuando dibujó el aro del sujetador... cuando tocó...
—No me lo puedo creer... —maldijo él, levantándole la camiseta del todo, tapándole la cara—. ¿De verdad usas encaje y...? Oh, joder... ¡Negro! ¡Tú quieres matarme! —la bajó al suelo.
Paula agradeció la pared, porque, si no, se hubiera caído por la brusquedad con que la había soltado. Contempló, atónita, cómo Pedro paseaba por la estancia, murmurando incoherencias.
—¿Qué...? ¿Qué ocurre? —se atrevió ella a preguntar, colocándose la ropa.
¿No se suponía que el encaje y las transparencias gustaban a los hombres?
A Paula le encantaban; por eso, los utilizaba desde que los había descubierto gracias a Stela. Y se había convertido, con dieciocho años, en una adicta a la ropa interior, su único capricho.
La primera vez que la señora Michel le había pedido que se probara unos conjuntos porque quería verla vestida con sus diseños en el trabajo, le había preguntado cómo se sentía con el sujetador y las braguitas de algodón sin forma que llevaba. Paula le había respondido que no se sentía de ninguna manera, que era solo ropa interior. La diseñadora cerró el taller ese sábado y se fueron de compras a las tiendas más exclusivas de lencería.
Jamás olvidaría ese día, lo recordaría siempre con cariño, porque la niña se convirtió, al fin, en mujer. Y se dio cuenta de lo mucho que le gustaba verse y sentirse hermosa, aunque solo lo hiciera a través de un espejo cuando se vestía a diario.
—¿Cómo puede ser que un dibujo animado esconda... —gesticuló con las manos como si estuviera poseído—, eso? ¡No lo entiendo! —se tiró del pelo —. ¡Tú quieres matarme! —repitió y se desplomó en el banco de madera que dividía la sala en dos partes horizontales.
Paula ocultó una risita, se acercó a él y se puso entre sus piernas.
Creo que sí le gusta...
—Nadie ha visto lo que esconde el dibujo animado, nunca —le susurró ella, enredando los dedos entre sus oscuros y sedosos cabellos que tanto la hipnotizaban.
No supo qué la incitó a decirle aquello, pero no se arrepintió. Se miraron, absortos. Alguien golpeó la puerta, pero continuaron devorándose con los ojos.
—Quiero ser el único que lo haga —emitió Pedro, ronco.
No la tocaba, pero Pau ardía en llamas.
—Y yo quiero que seas el único que lo haga...
—Paula...
—Llévame a casa, Pedro. Ahora.
—¿Estás segura? No quiero que te arrepientas, ni que salgas huyendo y pasar cuatro días sin saber de ti porque nos hayamos acost...
Paula se agachó y depositó un casto beso en sus labios entreabiertos.
—Nunca he estado más segura de nada en mi vida.
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