miércoles, 15 de enero de 2020
CAPITULO 71 (TERCERA HISTORIA)
Pedro caminaba por el salón del loft como un animal enjaulado. Jamás había estado tan nervioso. No podía controlar su exaltado corazón. Repasó los últimos acontecimientos.
Después de comer, había acompañado a Paula a su casa. Habían hablado con la señora Robins y le habían regalado la televisión y el mueble marrón que había comprado Ramiro. La misma Paula había dicho, nada más entrar en el apartamento, que quería esas cosas horribles fuera de su casa. A él se le ocurrió donárselas a Adela, que se lo agradeció a ambos abrazándolos con efusividad.
A continuación, habían colocado la esterilla en su lugar correspondiente.
Habían encendido el iPod y, mientras escuchaban música y bebían limonada, habían dado de baja la cuenta de correo electrónico de Paula y habían creado una nueva. Ella había escrito un e-mail a cada uno de sus alumnos pidiendo disculpas y retomando las clases. El estúpido de Anderson, en efecto, las había cancelado sin ningún tipo de educación —habían leído los correos que había enviado en su nombre—. Pedro se enfadó tanto que tuvo que encerrarse en el baño para no asustarla.
No entendía cómo una persona se comportaba con su pareja de ese modo. Ella era la mujer más buena, considerada, atenta y sensible que existía en el mundo, y no exageraba; Paula carecía de maldad, y eso escaseaba en la sociedad.
Alguien así solo se apagaría junto a un hombre como Ramiro. Ella poseía una ternura que cegaba y enmudecía, no tenía una palabra dañina en su vocabulario, como tampoco un gesto desagradable, un grito o una mala contestación. Y siempre pensaba primero en los demás antes que en su propia persona, procurando que todos salieran siempre beneficiados.
A media tarde, él había decidido marcharse, no quería agobiarla con su presencia. Además, tenía que cambiarse de ropa para salir de fiesta.
No obstante, antes de cenar ya estaba de nuevo en el loft. Paula le había abierto la puerta en albornoz, todavía sin ducharse; era pronto, pero Pedro tenía tantas ganas de verla otra vez que se había adelantado. Había decidido invitarla a cenar, por lo que ella le pidió que esperase a que se arreglara.
Y eso estaba haciendo en ese momento, revolviéndose el pelo mientras tanto. Era la primera vez que presentaría a una chica a sus amigos. Era su grupo de la universidad. Todos los fines de semana se juntaban algunos, los solteros, pero hacía mucho tiempo que no coincidían los siete porque el trabajo, las parejas, la vida adulta en general, obstaculizaban que todos salieran a la vez.
—Ya estoy —anunció ella, a su espalda.
Pedro se giró y se mordió la lengua para no gemir. Paula sonreía con timidez, ruborizada al máximo.
Se había ahumado los ojos con una sombra verde oscura, destacando el inverosímil color de sus extraños luceros. El vestido era blanco, largo, bordado en la parte de arriba, atado al cuello, con escote en pico, ceñido hasta las caderas y la falda traslúcida, con un forro blanco por debajo, que terminaba al empezar dos aberturas en los laterales de las piernas, por encima de las rodillas. Se había calzado unas sandalias planas de tiras doradas. Las uñas de sus pies y de sus manos eran verdes, a juego con la pintura de los párpados. El bolso era pequeño, dorado y colgaba de su muñeca.
Él avanzó, en trance, alargó la mano y le rozó varios mechones sueltos. Se había alisado los cabellos, que alcanzaban su cintura.
—Estás... —suspiró Pedro.
—Tú también estás muy guapo.
Pedro había optado por su vestimenta habitual de sábado: vaqueros negros sin rotos, camisa blanca remangada en los antebrazos y por fuera de los pantalones, Converse negras y americana negra informal, con el cuello levantado.
—Me lo he comprado cuando te has ido —le confesó aquella muñeca, agachando la cabeza—. No tenía nada para ir a Hoyo.
—Cualquier cosa hubiera bastado —la besó en la frente, encima del flequillo.
Salieron del apartamento. Se cruzaron con la señora Robins en la pequeña recepción, y les deseó una bonita velada. Habían hecho muy feliz a la anciana con la televisión y el mueble, y Pedro sospechó que se habían ganado a una cómplice para su supuesta amistad.
Caminaron en silencio hacia un restaurante que estaba de moda, siempre había cola y costaba reservar, pero conocían a la familia Alfonso, en especial a él porque uno de sus pacientes había sido la mujer del dueño, dos años atrás, por lo que nunca le hacía falta llamar. Y le gustaba. La comida era deliciosa.
Entrelazó una mano con la de Paula y se saltó la fila.
—Doctor Pedro —lo saludó el maître con una sonrisa—, es un honor contar con su presencia. ¿Dos?
—Buenas noches. Sí, dos.
Los acomodaron en una mesa pegada a la cristalera de la fachada.
—¿Paula? —dijo una voz femenina a su espalda.
Se dieron la vuelta y vieron a los señores Chaves, acompañados de tres matrimonios, con dos mesas entremedias de ellos.
Paula palideció al descubrir a su madre. Pedro tensó la mandíbula. Se incorporaron. Elias fue el primero que se acercó y le tendió la mano, que Pedro estrechó.
—Mi niña —besó a su hija, rodeándola por los hombros—. Estás preciosa. Me gusta mucho tu vestido.
—Gracias, papá —sonrió—, es nuevo.
—Parece que hay muchas cosas nuevas por aquí —comentó la señora Chaves, obligándose a sonreír—. No sabía que hubieras quedado con el doctor Pedro.
—Sí, yo...
—Nos hemos encontrado esta tarde en la calle —mintió Pedro, ayudándola —. Se me ocurrió invitarla a cenar y así charlábamos un rato.
El señor Chaves ocultó una risita, no lo había creído ni por asomo...
—Pues podéis conversar con nosotros —sugirió Karen, señalando la mesa de sus amigos—. Es una reunión tranquila. No os importará uniros, ¿verdad, Paula?
Paula miró a Pedro, como si le pidiera permiso. Él sonrió, hinchado de orgullo, y asintió. La señora Chaves, que no se había perdido detalle, carraspeó.
Avisaron al camarero y se trasladaron a la nueva mesa. Todos se levantaron para presentarse y saludar a Paula con cariño y confianza, deshaciéndose en halagos por lo guapa que estaba.
—Siéntate a mi lado, cariño —le pidió Karen a su hija, señalándole la única silla libre, a su lado.
Pedro se acomodó en la otra punta de la mesa.
—Así que eres el famoso médico que curó a Paula—comentó una de las mujeres—. Nos han hablado maravillas de ti.
—La cuidó hasta que se despertó —les aclaró la señora Chaves—, después, fue el doctor Walter. El doctor Pedro es el jefe de la planta de Neurocirugía del hospital y estaba demasiado ocupado como para seguir atendiendo a nuestra Paula. Cosas que pasan, ¿no, doctor Pedro?
Él sonrió. Era más que evidente lo que pretendía Karen. Y aquello lo sorprendió. Pedro y ella habían hablado mucho durante el tiempo que Paula había estado en coma. Había llorado con él, Pedro, incluso, la había consolado muchas veces. ¿Por qué ahora estaba siendo tan arpía?
Bueno, la respuesta era clara: Karen Chaves quería a Ramiro para su hija, no a Pedro, y, por
tanto, lo veía como una amenaza.
Esa no fue la única pulla que recibió...
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