miércoles, 15 de enero de 2020

CAPITULO 75 (TERCERA HISTORIA)




Ella descendió las manos por sus hombros tan anchos, por sus pectorales tan flexibles, duros. Lo manoseó por encima de la ropa. La cautivaba ese cuerpo tan masculino, esbelto, exquisito, formidable... Introdujo las manos por dentro de la chaqueta en dirección a su espalda fibrosa y resistente, que se tensaba por los movimientos. 


Y no se detuvo hasta alcanzar su trasero prieto, suculento...


Pedro arrastró los dedos por su cuerpo hacia sus nalgas y, de un golpe rápido y seco, la soldó a sus caderas.


—¡Oh! —exclamó ella al sentir la erección contra su intimidad.


—Perdona... —se separó al instante, tirándose de los mechones. Se frotó la cara, paseando por el reducido espacio.


Pedro... —se bajó de un salto—. Perdóname tú a mí... Yo... —balbuceó —. No me... —se ruborizó. Se retorció los dedos en el regazo—. No tengo... Yo no... —resopló, hundiendo los hombros y agachando la cabeza—. Tienes que estar acostumbrado a mujeres con experiencia y yo solo soy una...


—Muñeca —concluyó por Paula, alzándole la barbilla con los dedos—. Eres una muñeca —sonrió con ternura, rozándole el rostro con los nudillos—. No pienses en nadie más —inhaló aire, conteniéndose—. No pienses en lo que suceda mañana. Vive esto conmigo ahora.


—Pero...


Le cubrió la boca con un beso casto y ardiente.


—No soy... libre —consiguió pronunciar Paula—. Tengo miedo, Pedromucho miedo... —padeció un escalofrío—. Porque tú tienes razón. Esto no puede ser bueno para ninguno de los dos —lo contempló con fijeza—. No dejo de pensar en ti. Me abrazas y me siento en casa... —las lágrimas bañaron su piel—. Es la segunda vez que me besas y quiero... —tragó—. Y quiero cosas que nunca se me han pasado por la cabeza, que ni siquiera he sentido con y ni por nadie y... —suspiró, irregular, desviando la mirada—. No sé qué estoy diciendo... —se soltó y se giró, ofreciéndole la espalda—. Olvídalo.


—Date la vuelta y mírame —le ordenó en un tono áspero y rudo.


Ella obedeció, ligeramente asustada. Él la observaba furioso, apretando la mandíbula con excesiva fuerza. Atractivo. Poderoso.


—No me importa Anderson —declaró Pedro, decidido y firme, con el ceño fruncido—. Solo me importas tú. Dime qué quieres y lo tendrás.


—A ti... —se cubrió la boca en cuanto dijo aquello, horrorizada.


Entonces, Pedro sonrió.


—Ya me tienes —la tomó por las mejillas—. Soy tuyo, Pau, de nadie más.


—¡No lo entiendes! —estalló, gesticulando con los brazos—. ¡No puedes ser mío, ni yo tuya! ¡Esto no puede ser! ¡Esto...!


Él la interrumpió con un beso... arrollador. 


Enredó su lengua con la suya, ciñéndola por la cintura. Su boca transmitía una urgencia desmedida. Paula se puso de puntillas y lo correspondió. Se besaron apenas unos segundos más, pero la dejó flotando en una nube...


Y regresaron con sus amigos. Ramiro ya se había marchado, así lo confirmaron Dani y Lucas, que lo vieron salir de la discoteca.


El ambiente entre la pareja cambió por completo. No se tocaron ni se miraron, pero no les hizo falta. Bailaron, rieron y bebieron cerveza y champán hasta que Paula se sentó en uno de los taburetes para descansar un poco. Pedro se situó a su lado.


Una chica rubia se acercó a ella.


—¿Estás con él o es solo tu amigo? —le preguntó al oído.


Paula dio respingo. ¿Qué debía responder?


—No, tranquila, es mi amigo. Se llama Pedro —contestó ella con una triste sonrisa, bajándose del asiento. Se giró hacia él y tiró de su brazo para que se inclinara—. Voy al baño. Esta chica quiere conocerte —y se fue a toda prisa para no darle opción a que se negara.


Se refrescó la nuca en el baño y, como una estúpida, pereció a los celos.


Pero no tenía ningún derecho sobre Pedro, aunque experimentara un lazo invisible hacia él, hacia su Doctor Pedro... Volvió con los demás.


—¡Pau! —Mau la agarró de la mano y la incitó a saltar al ritmo de la canción de The nights de Avicii, una letra muy acorde a lo que ella necesitaba —. ¡Vamos, nena! —le dio una vuelta sobre sí misma, brincando al compás.


Paula se rio como una niña, pero, de repente, se le borró la alegría al notar cómo unos brazos envolvieron su cintura desde atrás, pegándola a un pecho sólido y sin posibilidad de que pudiera escapar. Se sujetó a esos brazos.


—¿Por qué has hecho eso? —le exigió Pedro, en un tono que transmitía enfado, sin duda ninguna.


Paula giró el rostro hacia él. Las narices se rozaron. Los alientos se mezclaron. Lo observó.


—Me ha preguntado si estaba contigo o si solo eras mi amigo. Le he dicho la verdad, que eres mi amigo.


Los ojos de él se ensombrecieron.


—Creía que tú y yo no éramos amigos.


—¿Y qué somos? —quiso saber ella, debilitándose más cada segundo.


—Un pecado, Pau. Tú eres el mío y yo soy el tuyo.


—Los pecados no son buenos...


—Nunca he dicho que yo fuera bueno.


Aquello la disolvió en el ambiente... Entonces, la giró y se apoderó de su boca en mitad de la pista, delante de cualquiera.


Cielo santo...


Estaba mal. No debía hacerlo, ¡y menos en plena discoteca! Pero Pedro Alfonso era irresistible... La besaba como si no existiera un mañana... Solo importaba el presente. Y eso fue lo que hizo Paula con los ojos cerrados: no
miró atrás, tampoco adelante, y sin dolor en el alma. Se aferraron el uno al otro, gimiendo, pero los sonidos los amortiguaba la música, cuya letra decía que «esas noches eran las que nunca podrían morir», una frase que definía a la perfección lo que estaba sucediendo entre ellos.


Los seis amigos les hicieron un corro y vitorearon el beso, pero la pareja no quería separarse y el beso se tornó más apremiante. 


Se besaron como si fuera su última oportunidad de estar juntos... Exorbitante. Recóndito.


Delirante.


—No vuelvas a hacerme algo así —le ordenó Pedro, sin soltarla.


—Pero...


—No.


Ella arrugó las solapas de la americana entre los dedos y asintió. Él sonrió y regó su cara de pequeños y rápidos besos que le hicieron cosquillas. Paula se desternilló, retorciéndose entre sus brazos.


—Y ahora a bailar, muñeca —le guiñó un ojo—. Voy a por más champán.


Paula resopló sin ninguna delicadeza, moviéndose el flequillo. Contempló su marcha hacia la barra. Todas las mujeres, sin excepción, se giraron a su paso y se licuaron en el suelo. Pero ya no sintió celos, sino admiración y orgullo.


No es mío, pero voy a creer que sí lo es durante un rato, ¿de acuerdo?


Solo un ratito...



No hay comentarios:

Publicar un comentario