miércoles, 15 de enero de 2020

CAPITULO 72 (TERCERA HISTORIA)




Apenas probaron bocado ni él ni Paula. Pedro, además, tuvo que contenerse lo indecible para no saltar a la yugular de la señora Chaves, por su mera presencia, que había desanimado a Paula. La chispa de sus luceros se había extinguido, sus hombros se habían hundido y no levantaba la mirada del plato.


Tres interminables horas más tarde, salían del restaurante.


—Te llevamos a casa, tesoro —le dijo Karen a su hija, colgándose de su brazo.


Él gruñó, no pudo evitarlo más.


—La acompañará el doctor Pedro —anunció Elias, tajante aunque sonriendo, divertido. Despegó a su mujer de Paula—. Nosotros nos vamos a tomar una copa, Karen.


—¡Deja a los chicos tranquilos, Karen! —exclamó uno de los hombres—. Son jóvenes. Si no disfrutan ahora, ¿cuándo lo harán?


Paula sonrió. Pedro, serio, estiró una mano hacia ella, sin darse cuenta de la intimidad del gesto, un gesto que ella aceptó tras besar a sus padres. Se despidieron de todos y se alejaron en dirección contraria.


—Lo siento, Pedro.


—No me llames Pedro —masculló—. Llámame Doctor Pedro ahora mismo.


Cuando doblaron la esquina, perdiéndose de vista, Paula se detuvo, obligándolo a parar porque continuaban con las manos enlazadas. Y lo abrazó.


Sin embargo, Pedro permaneció estático y respirando con dificultad. El enfado retenido comenzó a materializarse.


—Por favor... —le rogó ella, apretándolo—. Abrázame...


—No puedo ahora —se alejó y emprendió la marcha hacia Hoyo.


Al girar en la siguiente calle, le pareció extraño no escuchar más pasos, por lo que se dio la vuelta.


—Joder...


Paula no estaba.


La telefoneó al número nuevo, a la vez que deshacía el camino con premura, casi corriendo. Se dirigió al loft. Paula no respondió a la llamada, como tampoco al telefonillo del edificio. Golpeó la puerta de manera insistente, a ver si así Adela lo oía. Y lo hizo.


—Hola, muchacho —le dijo la anciana, en camisón, bata y rulos.


—¿Está Paula aquí?


—No lo sé, pero ha sonado la puerta hace unos minutos —le permitió el paso.


Gracias, Adela.


Subió las escaleras hasta la última planta. Se acercó a la puerta de Paula y pegó la oreja. Tocó el timbre, sin moverse un milímetro. Escuchó pasos.


—Abre.


—No —contestó ella desde el otro lado—. Vete, Pedro. Tenías razón, esto no es bueno para ninguno de los dos.


—Abre —rechinó los dientes.


—No.


—Paula, abre la jodida puerta y dímelo a la cara.


—¡No!


Se tiró del pelo, pensando qué hacer. Retrocedió y bajó al segundo piso.


Respiró hondo y fue a llamar al timbre de la señora Robins, cuando la anciana abrió con una sonrisa, tendiéndole una llave. Él la besó en la mejilla como agradecimiento. No intercambiaron una sola palabra. Adela era una bruja entrometida, pero una buena mujer.


Ascendió de nuevo al loft.


—O abres ahora o abro yo —señaló Pedro—. Tengo la llave de Adela.


—¡Ni se te ocurra! —gritó ella en un tono aterrorizado.


—¡Pues abre, joder! —se desquició.


—¡Que no! ¡Que te vayas!


Él suspiró, recostando la frente en la puerta.


—No quieres que me vaya, Pau... Y yo no me quiero ir...


Entonces, el móvil de Paula sonó. Ella se alejó, por lo que no pudo escuchar la conversación.


—Vete, Pedro, por favor... —le suplicó, a los pocos segundos—. Ramiro viene hacia aquí. Mi madre lo ha llamado para contarle que estaba contigo. Me ha dicho que lo espere aquí. Por favor...


—Ni hablar.


No aguantó más, introdujo la llave y empujó con suavidad. Paula, llorando, se tapó la boca al verlo.


—Doctor Pedro... Por favor... Vete...


Pedro acortó la distancia y la abrazó, levantándola del suelo. Ella se aferró a su cuerpo, enroscándole las piernas en la cintura y los brazos en el cuello.


Temblaba.


—Ven conmigo —le susurró Pedro, estrechándola, tiritando de igual modo.


Paula lo miró y asintió despacio, más calmada. Él no la soltó, sino que la condujo al baño, se sentó en la taza del váter y le limpió el rostro.


—¿Adónde quieres ir? —quiso saber Pedro, acariciándole la espalda.


—A Hoyo —agachó la cabeza—. Quiero estar contigo.


No necesitó más. La bajó del regazo, entrelazó una mano con la suya y salieron del apartamento. Sin embargo, cuando estaban descendiendo las escaleras, Anderson entraba en el edificio... La pareja se alejó de la barandilla y esperó a que Ramiro se metiera en el ascensor para correr hacia la calle.


Y no dejaron de correr hasta cruzar varias calles. Cuando se detuvieron, sofocados por el ejercicio y por la adrenalina, estallaron en carcajadas.


—Vamos, Pau—la rodeó por los hombros—. Vamos a divertirnos un rato.


—Y a conocer a tus... amigas —se ruborizó, frunciendo el ceño.


Él escondió una risita ante sus celos y caminaron hacia Hoyo.




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