jueves, 13 de febrero de 2020
CAPITULO 164 (TERCERA HISTORIA)
Manuel carraspeó, pero lo ignoraron. Se fundieron en un abrazo que los debilitó, trastabillando Pedro hacia atrás. Lo frenó la mesa, donde se sentó, abrió las piernas y la inmovilizó cuando ella pegó sus caderas a las de él.
—Joder... Vale, lo capto —murmuró Manuel—. Volveré luego. Por cierto, Pedro... ¡a por ella, semental! —y se marchó entre risas.
Y Paula se descontroló... Le desabrochó el cinturón, después el pantalón, y, con la mano, encontró su ansiado tesoro.
—Pau... Para... —le susurró Pedro, sin convicción y casi sin voz—. Puede entrar alguien...
Pero ella no quería ni podía detenerse y la puerta estaba demasiado lejos.
Lo agarró de la corbata y tiró para que se sentara en la silla de piel tras el escritorio. Se agachó a sus pies, sonrió y comenzó a acariciar su erección, inclinándose para depositar un húmedo beso que sobresaltó a su atractivo doctor Pedro.
—¡Joder!
Paula se sentía traviesa y atrevida. Se desabotonó el vestido hasta el ombligo con sensual lentitud, o, por lo menos, eso intentó, y a juzgar por la expresión de pura lujuria de él, no se equivocó. A continuación, se bajó el sujetador hacia abajo y cogió las manos de él para que la tocara.
—Joder, Pau... —cerró los ojos un segundo, sin aliento.
Ella descendió de nuevo y besó su suave y deliciosa erección. Pedro le pellizcó los senos como respuesta. Suspiraron de manera discontinua al unísono. Paula, sin pudor, ávida por satisfacer a su hombre, a su irresistible doctor, continuó besándolo, lamiéndolo, mordisqueándolo, jugando... hasta que, de repente, él la asió de los brazos y de un impulso la sentó a horcajadas en su regazo.
—Reza para que no entre nadie —rugió Pedro, retirándole las braguitas a un lado—, porque no voy a parar. No puedo parar. No quiero parar —y se enterró en su interior de una sola embestida, profunda, lánguida, maravillosa...
—Pedro... —entreabrió los labios. Se le secó la garganta—. No pares ahora... No pares nunca...
—Jamás.
Se apretaron el uno al otro y se mecieron despacio, pero con osadía, a la par, juntos. Paula cabalgó sobre él, sintiendo sus manos en sus pechos... sintiendo su lengua en su cuello... sintiéndolo estremecerse en su interior... sintiendo... sintiendo... y solo sintiendo...
—Me encanta... doctor Pedro... Así...
Ella no supo qué clase de enajenación se apoderó de su cuerpo, de su voluntad y de su mente, pero no tenía suficiente. Se arqueó con decadencia, sujetándole la cabeza por miedo a que dejara de idolatrar su erguida piel.
—¿Dónde está mi muñeca tímida, que me negaba un beso? Ahora... —jadeó Pedro, tirando de sus senos entre los dedos, incapaz de continuar hablando—. Joder...
—¡Pedro! —gritó Paula de placer, retorciéndose.
—Ahora... Ahora no se sonroja... Ahora me exige más que un beso... Joder, cómo te mueves... No puedo más...
—Mi pecado... —gimió ella.
—Nuestro pecado...
Él se ofuscó y dirigió una mano a su intimidad.
Entonces, Paula estalló en llamas y lo arrastró consigo...
Ella se desplomó sobre él.
—Prométeme que me besarás cada día —le susurró Pedro, rozándole la mandíbula con la nariz—. No vuelvas a guardarte un solo beso nunca más, estés enfadada, triste o decepcionada, ¿de acuerdo?
—Te lo prometo, doctor Pedro —sonrió, emocionada, y lo besó en los labios—. Te amo... —lo abrazó, entre lágrimas de inmensa felicidad.
—Y yo a ti, muñeca —le secó el rostro con besos dulces.
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