jueves, 13 de febrero de 2020

CAPITULO 166 (TERCERA HISTORIA)





—Estaré esperándote aquí —le dijo Pedro a Paula dentro del todoterreno, en la puerta de la casa de los señores Chaves—. No importa lo que tardes. Y si me necesitas, llámame y entraré.


Ella respiró hondo y salió del coche. Lo miró un instante antes de traspasar la verja de la propiedad. Él sonrió, procurando infundirle ánimos.


Elias abrió la puerta principal y dejó entrar a Paula, serio y sin tocarla.


Pedro se aflojó la corbata, se quitó la chaqueta y se remangó la camisa en los antebrazos, pues nada más llegar al ático había insistido en dirigirse a la vivienda de Elias y Karen, sin cambiarse. Cuanto antes, mejor.


Se recostó en el asiento y accionó la música de su iPhone, que conectó al coche para escucharlo en los altavoces. Cerró los ojos, cruzó las manos en la nuca y esperó.


Pero lo llamaron al móvil, sobresaltándolo. 


Descolgó enseguida al creer que era su novia, sin fijarse en el nombre que aparecía en la pantalla.


—Dime.


—¡Hola, Pedro! —lo saludó Dani a través de la línea.


Expulsó el aire que había retenido. Se relajó.


—¿Qué tal, Dani?


—Hace un mes que no sabemos nada de ti. Dame una buena excusa y te perdonaré.


Él se rio.


—Una muñeca me ha tenido entretenido, ¿te vale?


—¡Sí, tío! Te perdono. ¿Cuándo nos vemos? He estado pensando en la despedida de Marcos.


—¿Despedida?


—De soltero. Queda un mes para la boda. Cuento contigo, ¿no?


—Claro. ¿Qué has pensado?


—Ya sabes que Marcos es muy casero. Siempre ha salido poco con nosotros de fiesta, así que había pensado en organizar algo tranquilo en mi casa. ¿Qué te parece?


—Me parece genial. Y a Marcos le gustará el plan. Podíamos recordar viejos tiempos, desde que nos conocimos hasta ahora. ¿Recuerdas el video que le hizo mi madre a mi padre por su jubilación?


—¡Joder, claro! ¿Y si le hacemos uno?


Como dos niños pequeños, ambos amigos se entusiasmaron con la idea.


—Del video me encargo yo, pero necesitamos recopilar fotos.


—Vale. ¿Algo más, además del video? Y, lo más importante, ¿cuándo lo hacemos?


—El fin de semana anterior a la boda, a no ser que los novios tengan algo previsto. Pregúntale a Marcos.


—Perfecto. Ya lo discutiremos con calma. Tenemos que reunirnos todos. ¿Nos vemos este sábado? Hay concierto en Hoyo.


—No te lo aseguro, Dani —frunció el ceño—. Todo depende de lo que está pasando en este momento en casa de los padres de Pau.


—Soy todo oídos, Pedro. Desembucha.


Pedro sonrió y le contó lo vivido desde la última vez que coincidieron, sin omitir detalle. Estuvieron charlando una hora larga.


Después, tras ponerse al día el uno al otro, no solo él, pues Daniel había conocido a una mujer que parecía que lo intrigaba, por lo menos físicamente, porque no hizo otra cosa que describir su cara y su cuerpo, se despidieron y colgaron.


En ese instante, la puerta de la vivienda se abrió. Paula agitó una mano en su dirección. Pedro arrugó la frente, preocupado, su expresión era indescifrable. Salió del coche y se reunió con ella. Agradeció al cielo no atisbar rastro alguno de lágrimas, lo que pronosticaba que no había llorado, o que ya se había calmado hacía un rato.


—Sé que es un poco tarde, pero nos han invitado a cenar —le dijo Paula.


Él no se perdió un solo segundo de sus movimientos. Estaba tranquila y seria. ¿Eso era bueno o malo?


Caminaron por el pasillo hasta la cocina, mientras Pedro se ajustaba la corbata. Se reprendió en silencio por haberse olvidado la chaqueta en el todoterreno.


Elias estaba sentado en uno de los taburetes de la isla. Karen removía comida en una cacerola. Olía muy bien, a tomate, a queso, a orégano y a algo más que no supo identificar.


—Buenas noches —dijo Pedro.


Los señores Chaves se giraron hacia él. Estaban tristes. Mucho.


—Hola, Pedro —lo saludó Elias, tendiéndole la mano.


Se la estrechó y se acercó a la mujer.


—Señora Chaves.


—Llámame Karen, por favor —sonrió sin alegría—. Y perdóname por la última vez —el tono que utilizó estaba enrojecido y su cara revelaba una ligera hinchazón en los ojos, tan espectaculares como los de su hija—. Cociné pasta esta mañana porque estaba sola. Me sobró mucho. Espero que te guste, Karen, si no, te haré otra cosa.


—Me gusta, gracias —asintió, educado.


Había una mesa cuadrada a la derecha, no muy grande, de madera envejecida como el resto del mobiliario de la estancia, con cuatro sillas. Se acomodaron los dos hombres con una cerveza cada uno en torno a la mesa.


Paula preparó los cubiertos, los vasos, los platos, las servilletas y el pan.


El silencio era incómodo para Pedro. Encontrarse en la ignorancia de lo sucedido acrecentó su incertidumbre. Sin embargo, eso solo correspondía a la familia Chaves, a nadie más. Quizás, cuatro años, como mínimo, de ocultar ella sus sentimientos a sus padres era demasiado tiempo como para asimilarlo en un par de horas.


La señora Chaves sirvió la cena y se dispusieron a comer.


—Está delicioso —comentó Pedro, sincero—. ¿Qué lleva?


—El ingrediente secreto de mi madre —le respondió su novia, sonriendo con timidez—. Nunca hemos logrado adivinar cuál es. Solo lo sabe mi padre. Puedes probar.


Karen sonrió, débilmente, pero lo hizo. Su mirada, además, brilló con intensidad hacia su hija apenas un instante, una mirada que él había echado de menos, una mirada que él había admirado en los ratos de charla que había compartido con esa mujer en el hospital, cuando Paula estaba en coma.


—No sé... —murmuró Pedro, pensativo, saboreando la pasta en la boca. Tragó—. Es muy dulce. Me recuerda a... —frunció el ceño—. ¿Pera?


La señora Chaves se paralizó y, por consiguiente, los demás, incluido él.


—¡Ay, cielos! —exclamó Paula, poniéndose en pie de golpe, sin quitar la vista de encima a su madre, a quien señalaba con el dedo índice—. ¡Lo ha adivinado! ¿A que sí?


Elias y Karen se miraron y, automáticamente, estallaron en carcajadas.


Pedro y su novia sonriendo y esperaron a que el matrimonio se calmara.


—Sí —confirmó la señora Chaves—, lleva pera. Zumo de pera, en realidad. Mi bisabuela echaba zumo de pera a todas sus comidas. Es el ingrediente secreto de mi familia materna que luego pasó de generación en generación —sus mejillas se encendieron de repente. Sonrió—. Mi bisabuela siempre decía tres cosas mientras cocinaba: una —enumeró con los dedos, observando a Pedro y a Paula por igual—: a un hombre se lo conquista por el estómago; dos: para conquistarlo, hay que recurrir a la pera, una fruta que, al ser dulce y jugosa, evoca la sensualidad; y tres: si se logran esos dos objetivos, el hombre se convertirá en el esclavo de su mujer y la mujer podrá manejarlo a su antojo hasta que la muerte los separe.


Todos se rieron.


—Mi bisabuela era muy tradicional, y también muy sabia.


—Es cierto —convino el señor Chaves, tomando la mano de su esposa con cariño—. Fue gracias al zumo de pera que me enamoré de ti.


Madre e hija se emocionaron por tales palabras. Paula sonrió a Pedro con infinita ilusión. Él le guiñó un ojo y le devolvió la sonrisa, apretándole la rodilla por debajo del mantel. Quiso inclinarse y besarla, pero se contuvo para no provocar a Karen. Era mejor no tentar a la suerte.


—Hazlo —señaló Karen.


Pedro la miró.


—Hazlo —repitió en un tono bajo y delicado—. Lo estás deseando — respiró hondo—. Ahora me doy cuenta —añadió, enigmática, y sonrió con dulzura, aunque se apreciaba aún un atisbo de melancolía.


Pero él no besó a su muñeca, solo asintió, a modo de respeto y agradecimiento.


Y terminaron de cenar, sin la tensión del principio.


No obstante, Pedro no estaba del todo convencido del cambio de actitud en la señora Chaves. No sonreía de verdad y esquivaba sus ojos, apenas lo observaba un segundo. ¿Tan malo era como pareja de su hija? Una respuesta afirmativa a dicha cuestión corroboró su miedo a no ser nunca suficiente para alguien... Era inevitable. Se había sentido siempre así.


Y Karen había logrado algo que jamás había hecho nadie: precisamente, decirle sin tapujos que él no era lo bastante bueno... Y se trataba de la madre de su novia, su suegra, nada menos. ¿Cómo se afrontaba tal hecho?




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